Green Arrow nº 11

Título: Cazador cazado. Cuarta parte
Escritor: Gabriel Romero
Portada: Juán Andrés Campos
Fecha de publicación: Octubre de 2007


El impresionante clímax de la saga “Cazador cazado”: Oliver Queen, Dinah Lance, Lady Shiva, King Faraday, Lex Luthor, Catseye, La Cúpula, la Oficina Central de Inteligencia, los yakuza, la nueva mafia rusa, y algunos invitados muy, muy especiales... ¡Todas las respuestas, y todas las cartas sobre la mesa!


Green Arrow creado por Mort Weisinger y George Papp

Prólogo

La dulce y silenciosa mujer con la cara pintada de blanco coloca lentamente en la mesa las dos tacitas de porcelana que contienen el esperado sake. Después, con sus mismos pasos cortos y cadenciosos, se gira, camina hacia la puerta corrediza y desaparece tras ella. Su función, para la que tardan años en prepararse, ha terminado.
El anciano del kimono gris me observa en silencio. La ceremonia del sake es sagrada en Japón, y este hombre me ha concedido la gracia de compartirla conmigo. Su nombre es Inogura, y le desprecio profundamente. Pero en esta apartada sala de su enorme mansión en el corazón de Tokio debo mostrarle el adecuado respeto, primero si deseo que colabore conmigo, pero sobre todo para salir vivo de aquí.
Porque Inogura es un oyabun, un señor del crimen en Japón, uno de los jefazos de la mafia yakuza, y en particular de los más crueles y sanguinarios que ha habido en la Historia. Ha afianzado su mandato sobre los cadáveres mutilados de sus enemigos, ha demostrado su poder incontestable con las mayores atrocidades de las últimas décadas, y ha dejado a su paso un río de sangre que estuvo a punto de anegar la isla. Nadie se atreve hoy a enfrentarse a él, todo Japón le rinde pleitesía con miedo, y saben que es mejor tenerle de aliado (y pagar sus cuantiosas tasas) que sufrir para siempre sus torturas. Y yo comparto mesa y sake con él.
Le odio, y le desprecio, porque mi sentido de la Justicia está por encima incluso de mi propia integridad. Si por mí fuera, nunca hubiera venido a esta casa sino con una orden de detención, o al menos habría demostrado mi descontento aporreando a sus guardias. Pero en Japón las cosas no funcionan así, y King Faraday lo sabe. Fue él quien organizó este encuentro, y quien me obligó a mostrar respeto a un hombre que necesitamos para esta misión, y a quien no le importaría lo más mínimo ordenar que nos mataran y disecar nuestro cuerpo en su salón. Incluso sus guardias no son simples matones de barrio con pistolas, como ocurre en América (lo que aprovechamos los héroes para desahogarnos un rato cuando no podemos alcanzar al jefazo), sino auténticos samuráis, armados con largos sables y armaduras, y desde luego capaces de acabar conmigo varias veces (o por lo menos no estoy dispuesto a comprobarlo).
Inogura bebe, y yo bebo con él. Maldito sake, es difícil acostumbrarse. Baja por tu garganta como fuego, y se queda en tu estómago, quemándolo como si fuera un horno. No en vano se toma a unos sesenta grados, y mi cuerpo hace años que ha perdido el hábito (En Japón el sake puede servirse frío o caliente, según la preferencia del bebedor, su calidad y la estación del año. Generalmente el sake caliente se bebe en invierno, y el frío en verano. Tomar sake caliente era una costumbre popular durante la Segunda Guerra Mundial, para enmascarar la aspereza del sabor, debido a la dificultad para obtener buenos ingredientes. El amigo Inogura debe ser un nostálgico, uno de esos soñadores de otros tiempos en los que Japón aún era un Imperio, y todos los hombres eran samuráis).
– ¿Le gusta el nihonshu, señor Queen? – me pregunta, con una extraña cordialidad fingida. Es una vieja táctica de zorro astuto: me interroga sobre algo banal, y de paso observa mis reacciones, la forma en que respondo, y si realmente disfruto la bebida. En otras palabras: está juzgando cada uno de mis movimientos.
– Desde luego, señor Inogura. Es un honor compartir mesa con usted.
– No le he preguntado eso: ¿Le gusta el nihonshu?
Me ha pillado. Intenté escapar del interrogatorio directo con un halago, pero es demasiado listo para mí. Voy a tener que cambiar de estrategia.
– Tiene usted razón. Discúlpeme. Lo cierto es que hace mucho tiempo que no lo probaba, y mi estómago no suele aceptar el alcohol tan caliente, así que protesta. No quise hablar así por miedo a ofenderlo.
– No me ofende, señor Queen, no tema. Conozco a la perfección las debilidades que vienen de Occidente, y sus diferencias con el hombre oriental. También Japón ha cambiado mucho en estos años...
» Lo que ustedes llaman sake, y que nosotros conocemos como nihonshu, ha variado mucho con los siglos, y ya no tiene siempre el significado ritual de otras épocas. Durante siglos, el sake ha sido consumido de forma habitual con motivo de las celebraciones de purificación sintoístas (algo parecido a su vino católico), y así, durante la Gran Guerra, los pilotos kamikaze bebían sake antes de llevar a cabo sus misiones. Hoy en día, en cambio, lo bebe la población de manera general, servido junto a las comidas en algunas ceremonias del té, en Año Nuevo, o durante festivales, para celebrar la buena fortuna. Hasta los niños lo prueban. ¿Lo sabía usted, señor Queen?
– Me avergüenza decir que no, señor Inogura.
– Sin embargo, usted vivió en Japón hace unos diez años, ¿no es así?
– En efecto, pasé unos meses, y aprendí algunas de sus costumbres, pero temo que desde entonces he vuelto en pocas ocasiones, y siempre viajes cortos.
– Sí, ya lo sé. Únicamente el tiempo necesario para volar por los aires un rascacielos, ¿me equivoco?
Inogura me pilla desprevenido. Sabe mezclar la conversación intrascendente sobre la bebida con los negocios de los yakuza. Pero yo también. Cambio rápidamente la expresión de sorpresa por la de intencionalidad.
– No, no se equivoca. ¿Y qué opina usted al respecto?
No se mueve, ni parpadea siquiera, siempre con esa expresión fría e inmóvil, como si estuviera mirando una pared. Y cuando responde, lo hace empleando la mínima cantidad de músculos necesaria, y a la vez ocultando sus verdaderos sentimientos.
– ¿Sabía usted que el primer sake descrito se llamaba kuchikami no sake, traducido textualmente "sake para masticar en la boca", y se elaboraba con arroz para mascar, castañas, mijo y bellotas, y luego se escupía la mezcla en un barril? Las enzimas de la saliva convertían el almidón del arroz en azúcar, y esa mezcla azucarada se combinaba con grano recién cocinado y puesto en fermentación natural. Esta forma antigua de sake era baja en alcohol, y se consumía como papilla. Este método también fue utilizado por los aborígenes americanos, con lo que ellos llamaron el caium y el pulque.
Este tipo me está cansando. ¿Es que Faraday me ha hecho venir hasta aquí para que me conviertan en fabricante de sake?
– Con todo el respeto, señor Inogura... creí que en esta reunión íbamos a tratar el asunto de Leo Mayashi...
Mi acompañante no se inmuta ante mis palabras, sigue mirándome sin ver, pero los dos guardias que vigilan la puerta se tensan en sus puestos, como si aguardaran alguna reacción desagradable.
– Señor Queen... señor Queen... – me contesta, como quien reprende a un niño –. Los modales occidentales aún me sorprenden, después de tantos años tratando con bárbaros como usted. Por si no lo recuerda, es mi invitado, se encuentra en mi casa, y degusta mi sake. Y en Japón, es costumbre que el anfitrión decida el tema del que trate la charla. Si a mí me place tratar sobre la, por otro lado apasionante, historia del sake, es de buena educación por su parte plegarse a mis deseos.
– Oh, lo lamento, señor Inogura. Desconocía esa costumbre, del mismo modo que desconozco la historia del Japón...
Más me vale recular, o me juego el cuello...
– Lo sé, señor Queen. Por eso pretendí iluminarle un poco. Debo recomendarle que investigue sobre el tema, y verá qué historias más interesantes circulan al respecto. Y de paso, le servirán como metáfora del complejo asunto que realmente desea usted tratar. Durante sus muchos siglos de existencia, el sake ha tenido numerosos procesos de elaboración, siempre innovando para llegar al mismo fin. De semejante forma, los yakuza acumulan un largo y glorioso pasado, y sus alianzas han cambiado enormemente a lo largo de ese tiempo, siempre buscando amigos en todos los campos, para llegar a sus intereses del modo que fuera necesario.
– Ahora entiendo la metáfora. Mayashi es una de esas “alianzas variables”.
– Debe usted entender algo, señor Queen. Mayashi–san es como un hermano para mí. Crecimos junto en Yokohama, ambos éramos hijos de hombres pobres de la región, y tuvimos que construir nuestro futuro a golpes, siempre guiados por la fuerza de nuestro coraje sin límites, y nuestra determinación de triunfar a cualquier precio. Y lo conseguimos, siempre juntos. Logramos un puesto de privilegio en la marcada estructura de los yakuza, y llenamos de orgullo a nuestras familias.
» Pero hoy Mayashi–san es un extraño a mis ojos. Nos ha deshonrado, nos ha ignorado, nos ha insultado como nadie lo había hecho hasta ahora, y duele más por venir del hombre que era un hermano para nosotros. Hoy tiene nuevos socios, hombres extraños y poderosos de Occidente, y ya no quiere nuestra presencia en sus reuniones, ni nuestra ayuda en sus negocios. Ha pactado con hombres indignos, burlándose del apoyo que tuvo en otros tiempos, y ha hecho uso del nombre de los yakuza para ganar dinero de manera fraudulenta. Ya no le importa el honor, señor Queen, sino sólo las riquezas y el poder. Y ésa es la mayor indignidad que puede haber.
– Sabe lo que busco. Yo también sufrí por su culpa, y me vi mezclado en su turbio asunto de influencias y corrupción sin pretenderlo. Un buen amigo mío murió por orden directa de Mayashi, y yo mismo casi muero también. Ahora pretendo devolverle todo, golpe por golpe.
– La venganza es mala consejera, señor Queen. Nosotros también tenemos varias deudas pendientes con él, y si no hubiera sido porque usted se adelantó a nuestras intenciones, ahora todo habría terminado. Con tremenda pena, Mayashi–san estaría muerto, y usted nunca hubiera sabido del asunto.
– Pero ahora lo sé, y estoy implicado. Y lo que he venido a pedir de usted, con todo el respeto, es que ni los yakuza ni el Gobierno japonés intervengan en lo que va a suceder a partir de ahora. Que me dejen a Mayashi para mí.
Inogura asiente, y bebe otro sorbo de sake.
– Es usted honrado, señor Queen, y noble de corazón. Sé que no siente lealtad hacia nosotros, porque su sentido de la Justicia es demasiado alto, y le quema estar aquí, sentado conmigo, y tener que solicitar mi colaboración. Pero su odio hacia Mayashi es más fuerte, y es lo que le trae a mi presencia. Admiro su valor, y el respeto que me presenta, y por ello le entrego a su presa, y permitiré que lleve a cabo su venganza, tal y como desee.
– No soy un asesino. Cuando encuentre a Mayashi, matarle no será mi primera opción, sino llevarle ante la Justicia, y puede que eso les perjudique a ustedes. ¿Qué piensa de eso?
Y por un brevísimo instante, me parece adivinar una sonrisa en sus labios.
– Usted sabe tan bien como yo a qué se dedican los yakuza, señor Queen, y de qué clase de poder disponen. Sabe que ni la ley ni el Gobierno de este u otro país pueden atacarnos, como seguramente tampoco puedan atacar a Mayashi. Admiro sus esfuerzos por defender la ley, aunque temo que sean vanos. Pero lo respetaré. Es usted quien deberá llevar a cabo la venganza, quien representará en esta ocasión la mano de los yakuza. Que se haga como usted desee...
– Y también quiero dejar claro que esto no significa ninguna alianza de futuro. Pasado este asunto, volveremos a ser enemigos, ¿está claro?
– Parece usted un maestro empeñado en adoctrinarme, señor Queen. Conozco mi propia naturaleza, y conozco la suya, y sé que están destinadas a enfrentarse. Hoy usted será nuestro aliado casual. Eso es todo.
– Lamento si me he excedido, y agradezco su favor. Buenas tardes, señor Inogura. Hasta que volvamos a vernos.
– Que tenga suerte en su misión, señor Queen. Nuestros mejores deseos le acompañan...
Y me pongo en pie, y abandono la estancia a través del mismo panel corredizo que empleó la geisha. Mi trabajo aquí ha terminado, y espero no volver a encontrarme nunca con estos tipos, porque me ponen la carne de gallina.
Sé que no son más que asesinos, que cubren sus actos con una pantalla de honor y corrección que les haga parecer caballeros. Sé que venden sus servicios de eliminación a un alto precio, y que sus hombres recorren el mundo con los más variados encargos. Incluso sé que han construido un laboratorio de investigación genética en el que fabrican súper–soldados a la carta, asesinos a medida con las habilidades de las fieras de la jungla, como el maligno Catseye que casi me mata. Por desgracia, ésas son cosas que no puedo solucionar hoy, y tal vez nunca, así que procuro no recordarlas y centrarme en lo inmediato.
Al menos he conseguido lo que pretendía: Mayashi es sólo mío...



Interludio



Cómo cambian los tiempos, y no siempre para bien.
He llegado a aceptar que me hago viejo, que mi generación ha pasado, y que muchos de los que luchábamos en esa época inocente caímos en el fragor de la batalla (y de momento, sólo yo he regresado). Y a mi vuelta, me encuentro un mundo y una sociedad que poco o nada tienen que ver con aquéllos. Y he de acostumbrarme deprisa.
Puedo comprender que, de pronto, tenga un hijo en la veintena, y también que sea homosexual (es lo bastante mayor y consciente para decidir por sí mismo, y si no he aparecido en todos estos años, no creo que sea yo quién ahora para opinar); y que mi relación con Dinah se haya terminado, y que me haya dado por adoptar a una joven adolescente con un feo pasado, e incluso que pueda sacar lo mejor de mí mismo trabajando en el Centro de Menores de Star City.
Y aquí me veo de repente ahora, inmerso en una compleja trama internacional de espionaje y corrupción (1), de dobles caras y sangrientas traiciones, de la que no podré salir por las buenas. Aún me queda lo más difícil...
Y para lograrlo, acepto lo que fui, y cómo han cambiado las cosas. Y cómo tengan que cambiar en adelante...
De acuerdo. Todo eso está muy bien. Pero... ¿tener que afeitarme la perilla?
¡Mi perilla! ¡Por Dios, es todo un símbolo! Llevo años con ella, y ha sido parte distintiva de mi atuendo en misiones por todo el planeta, e incluso por todo el universo. Debe existir otra manera...

– No, Ollie, no existe – me reprende Dinah –. ¿Quieres presentarte ante Krelenko con tu aspecto de siempre? ¿Y por qué, ya de paso, no llevas también el uniforme verde, el arco, el carcaj, el antifaz y el gorrito? Así nadie tendrá motivos para creer que eres un superhéroe americano...
– No te burles de mí, pajarito. Sabes que no es fácil...
– Es el último paso en esta aventura. Debemos terminar con nuestros enemigos antes de que ellos terminen con nosotros. Después, podrás llevar el aspecto que quieras, con perilla, sin perilla, calvo o vestido de mujer. Como te parezca.
– Muy bien. Si sólo iré afeitado mientras dure esta misión suicida, y pueda volver a ser yo mismo en cuanto regresemos (si lo hacemos, claro), por mí vale.
Y así, después de casi una década con esta fiel amiga, nos despedimos, espero que hasta muy pronto.
La misión que me aguarda será dura, y muy peligrosa, y me asusta bastante, así que es mejor centrarme en los pequeños detalles que en la terrorífica verdad, en los temibles villanos a los que debo enfrentarme.
Trago saliva, y sigo adelante. El miedo no es malo, sólo hay que saber utilizarlo en tu propio beneficio.
Observo mi obra, y estoy satisfecho. Vestido de negro, con el pelo muy corto y teñido de rojo oscuro, con la mandíbula rapada y lentillas marrones, ni mi difunta madre me reconocería.
– ¿Has pensado en algo? – me pregunta Dinah, al teléfono con Faraday.
– Sí, a ver qué te parece: mi nuevo nombre será Torbellino, un peligroso villano armado con tornados de bolsillo, y que ha puesto en apuros a la JLA y a Green Lantern en varias ocasiones, y que ahora quiere retirarse. ¿Qué tal?
Me mira con aire condescendiente, y aparta el auricular.
– Y te pondrán en la calle en diez segundos. Muy mal, Ollie. Tienes que impresionarlos siendo más duro que ellos, y esas ideas tuyas hace tiempo que ya no funcionan. Yo pensé otra cosa: tu nombre será Tom Connelly, ex–marine y soldado de fortuna, que ha ganado un par de millones de dólares en toda su carrera de “eliminaciones”, y ahora quiere desaparecer. Mayashi verá en ti un buen refuerzo para su grupo, y no te dejará marchar.
– Sí... sí, me parece mucho mejor.
Dios, ¿por qué todos se empeñan en hacerme sentir tan viejo...?


Capítulo 1: San Petersburgo



Vuelvo a esta ciudad, y no me trae buenos recuerdos. La última vez que vine fue con La Élite, poco antes de dejarla. No me gusta ese grupo. No me gusta esa gente. Son demasiado impredecibles, demasiado incontrolables. Siguen siempre sus propias leyes, y eso les llevará algún día a cuestionarse las del resto del mundo, y entonces no sé qué vamos a hacer para pararlos. Son extremadamente poderosos, y les gusta demostrarlo, y temo que no estemos preparados para algo así. Entonces llamarán a la JLA, y la JLA me llamará a mí, y a Flash, y a Batman, que fuimos los que tratamos con ellos, y nos obligarán a elegir bando. Y gane quien gane, nosotros tres perderemos (excepto quizá Batman, que siempre gana, pase lo que pase).
Sí, son un grupo avocado al desastre, y tal vez se lleven consigo todo el planeta.
Pero ésos son pensamientos para otro día, y responsabilidad para otros superhéroes. Yo ahora debo centrarme en la misión, y en mi nueva identidad, si quiero contemplar otro amanecer.
Mi nombre es Tom Connelly, antiguo sargento de infantería del Ejército de los USA, expulsado con deshonor por agredir a un oficial (en mitad de una borrachera), y desde entonces mercenario y asesino a sueldo. Y uno de los mejores de Norteamérica, por cierto. Por eso, y gracias al dineral que he ganado con los últimos trabajos, ahora quiero salir del negocio, marcharme de escena. Y este hombre, Igor Krelenko, puede presentarme a las personas adecuadas para conseguirlo.
– Por aquí, señor Connelly.
La camarera no debe pasar de los quince. Su tez es blanca como el algodón, su cabello parece de oro, y su belleza es sobrecogedora. Algún día, esta muchacha podría ser una modelo conocida, o una actriz de éxito, seguida y admirada por millones... pero enseguida veo que no será así. Su rictus cansado, sus ojos prematuramente envejecidos, sus ropas transparentes que no ocultan nada,... Es obvio que Krelenko le ha robado la juventud. Alguien llegó un día a su hermosa aldea en plena estepa rusa, con absurdas promesas de fama y riquezas, y así destrozaron su niñez, pisotearon su inocencia, arruinaron su belleza. Y a sus padres les taparon los ojos con rublos.
Ahora sólo es una anciana con cuerpo de niña, un alma en pena, que recibe y guía a los clientes de su amo.
Aún me cuesta acostumbrarme a la nueva Rusia.
– Sígame, por favor...
La jovencita me lleva sin titubear por estrechos pasillos llenos de cajas de comida, sacos de patatas, bidones de aceite y barricas de vino. Suministros para el lujoso restaurante de su jefe. Y en todos ellos está grabado el emblema de alguna organización benéfica: UNICEF, Médicos sin Fronteras, Cáritas,... Es la ironía de un Gobierno que pretende ser capitalista, pero cuya economía dirigen las mafias. Esta noche, Krelenko brindará en honor de las Naciones Unidas.
– Entre, señor Connelly.
Habiendo cruzado la entrada posterior (realmente mucho más secreta y segura que la principal), llego por fin al auténtico restaurante. Una gran sala central, decorada en un color rojo cálido, y con grandes arañas de luz que cuelgan del techo. A un lado, la barra, de madera tallada, tras la que seis chicas ligeras de ropa se afanan por preparar los exclusivos cócteles que suponen la especialidad de la casa. Enfrente, y distribuidas de manera uniforme, no menos de cincuenta mesas, con dos sillitas cada una, mantel rojo con flecos y unas diminutas lamparitas doradas, en las que millonarias parejas ríen de forma estridente al compás del espectáculo, embriagados por el vodka y la belleza sin secretos de las camareras. Y al fondo, el escenario, donde una hermosa morena con los pechos al aire entona eso de “I don´t want a lover, I just need a friend”, de Texas. Me encanta esa canción, pero en este ambiente me parece sucia, embarrada.
Todo el local es en verdad así. Pretende ser fino y elegante, pero no es más que un mezquino prostíbulo con buena fachada. Me revuelve las tripas.
– Por aquí, señor Connelly. El señor Krelenko le espera.
Sí, ahí está, por fin. Mi contacto, mi amigo por obligación, y un hombre que me asquea en lo más profundo.
Solo, en una mesa apartada del resto, separada por un grueso cordón que quitan para mí. Es grande, muy grande, más de dos metros y cien kilos de músculo, abultando la chaqueta hasta casi reventarla. Sus brazos son enormes, marcando unos bíceps capaces de arrancarme la cabeza. Sus piernas son anchas y cortas, más entrenadas en patear a otras personas que en correr. Su cabeza es redonda y dura, hundida entre los hombros, sin cuello, y con el cráneo pelado. Sus ojos son negros y profundos, malvados, y me observan detenidamente al acercarme. Es un cazador, está acostumbrado a tratar a los demás como sus presas, y esta noche mi deber será impresionarlo.
– El señor Connelly, el señor Krelenko...
Hechas las presentaciones, la jovencita desaparece, y Krelenko rodea mi mano con una de sus inmensas manazas, apretando como si quisiera romperme todos los huesos (y casi lo consigue). Entonces me doy cuenta de algo más sobre él... Grandes manos, brazos demasiado largos, mandíbula prominente,... Este tipo es un acromegálico. Exceso de hormona del crecimiento en la edad adulta, que provoca un tipo de gigantismo desproporcionado. Puede que Igor Krelenko sea extremadamente fuerte y resistente al dolor, pero también es lento y torpe en sus movimientos, y eso, durante una pelea, puede suponer una clara desventaja.
Este conocimiento me devuelve el aplomo. Mejor. Me va a hacer falta.
– ¡Señor Connelly, qué alegría conocerle por fin! ¡Siéntese, por favor!
– Para mí también es un gusto. Hacía tiempo que aguardaba este momento. Me han contado muchas cosas sobre usted, señor Krelenko...
– Igor, por favor. Y espero que todas fueran buenas.
Sí, un dechado de bondades, maldito bastardo. Asesinatos por encargo, atentados en las principales ciudades del mundo, matanzas indiscriminadas... Un verdadero ejemplo para los niños.
– ¿Y usted, Tom, no desea cenar nada?
Mientras habla, el tipo engulle como un cerdo un gran filete de ternera con salsa de mostaza. Y mastica con la boca abierta. Y se mancha de mostaza toda la chaqueta. Sólo verlo ya me quita el hambre por un mes.
– No, muchas gracias. Tengo el estómago revuelto. Ya sabe, el jet–lag.
– Oh, sí, no recordaba que ustedes los americanos son tan delicados. Los rusos, en cambio, hemos conocido lo que es la auténtica hambruna, la miseria, la necesidad, y estamos programados para comer lo que sea y donde sea.
– Bueno – le respondo, en un tono burlón, y observando el local –, a usted no se le ve muy... necesitado.
De pronto, Krelenko cambia drásticamente su expresión, frío, pálido, seco, y sus ojos me matarían en el acto si pudieran.
– No pretenda usted juzgarme, Connelly. No me conoce, ni a mi familia. Mi padre trabajaba en un molino de trigo, picando la piedra para que siguiera moliendo el grano. Mi madre recorría los campos, buscando semillas perdidas, que luego vendía en el mercado negro. Fueron épocas duras, tiempos de hambruna y carencia. Y yo fui más fuerte. Todo lo que aquí ve lo he levantado con mis propias manos, con mi esfuerzo personal y mi lucha diaria. Y ahora que estoy en la cima del poder, en el lugar que me corresponde, mi único interés es disfrutar de la vida. ¿Te parece mal, americano?
– N... no, por supuesto. Discúlpeme, Igor, por favor, si le he ofendido. Sólo pretendía... hacer un mal chiste...
Me observa de arriba abajo, con una mirada de fuego que podría consumirme. Y yo la sostengo, con ojos firmes y osados, que no le temen, pero tampoco le combaten. Y Krelenko lo percibe, como un enfrentamiento sin palabras ni hechos, hasta que finalmente ríe a carcajadas.
– ¡Je, je, je, je! Sí, tiene usted razón. ¡El absurdo humor americano! Hacía mucho que no oía algo así, Tom, y por desgracia no estaba acostumbrado. Lamento haber reaccionado mal. Es realmente una descortesía hacia mi invitado, y no suelo portarme de este modo. Dígame, Tom, ¿en qué puedo ayudarle, aquí, en la Madre Rusia?
Recupero la calma, y la concentración. El tipo ya no quiere matarme, al menos de momento. Y el discurso aprendido fluye automáticamente.
– Verá, amigo, llevo mucho tiempo en este trabajo, y he ahorrado el suficiente dinero como para poder retirarme y vivir de él durante el resto de mi vida. Pero usted ya sabe cómo es esta profesión: nunca le dejan a uno abandonar, hasta que los secretos y las habilidades que poseemos estén bajo tierra. Y eso me parece demasiado. Pero he sabido de alguien... un grupo que se encarga de estas cosas... que podría hacerme desaparecer para siempre. Por un precio, como es lógico.
– ¿Y por qué acude a mí?
– Dicen que usted los conoce bien, y que podría llevarme hasta ellos. Hablé con su gente en Moscú, recorrí casi todo el planeta buscándole. Necesito esa salida...
Krelenko no responde, ni me observa, sólo devora en silencio su filete, y a mí me dan ganas de estrellarle la cabeza en el plato. Luego moja pan en los restos de la salsa, se chupetea bien los dedos, y me señala con esas manotas llenas de grasa.
– Parece usted un buen tipo, Tom, y yo siempre cuido a mis amigos. Pero ellos también son mis amigos, ¿comprende? De modo que, si resulta que es usted un policía, un agente secreto o alguna otra cosa parecida, me ocuparé personalmente de que me entreguen sus huevos en la mano, y de que le encuentren ahorcado con sus propios intestinos. ¿Lo ha entendido bien?
Trago saliva. Venía preparado para alguna amenaza semejante, pero aun así no es agradable.
– No tiene usted nada que temer de mí, Igor. Y si no cree en mi palabra, puede revisar mis credenciales.
– Ya lo hice, Tom, o no se encontraría usted aquí. Pero hoy en día las credenciales valen tanto como papel mojado. Todo puede falsificarse teniendo los contactos adecuados. Así que prefiero dejar claro lo que podría ocurrirle si usted me traiciona. ¿De acuerdo?
Tiene toda la razón. Faraday creó esta identidad para mí, y me introdujo en los más completos archivos de terroristas del mundo, para que si alguien investigaba mi supuesto pasado no le entraran dudas al respecto. Y también está en lo cierto sobre las amenazas personales. No es muy grato que un gigante acostumbrado a matar gente hable de arrancarme los huevos o ahorcarme con mis propias tripas. “¡Glub!”.
– De acuerdo. Lo he captado.
– Bien. Pues entonces vaya mañana al puerto, a medianoche. Le recibirá un hombre llamado Le Fay, un parisino alto y flaco, de sienes grises, vestido de negro. Dígale la palabra “Cúpula”, y él le conducirá hasta sus amigos. Es todo lo que necesita saber. Esta información le costará cien mil dólares americanos. Le Fay le cobrará la misma suma, y sus jefes, por hacerle desaparecer, la cifra de un millón. ¿ Qué le parece?
– Es un precio justo. En una hora tendrá sus cien mil en la cuenta suiza que me facilitó. Y no faltaré a la cita.
– Perfecto. Entonces hemos terminado nuestros negocios. Llamaré al maître y podrá ordenar su cena, amigo mío.
Sonríe, y un ruso alto y elegante vestido de etiqueta me entrega la carta.
Muy bien, tipejo, jugaré a tu juego por un rato, fingiré disfrutar de tu comida, y luego me vengaré de tus “queridísimos amigos”. A ti te reservo para otro día...

Capítulo 2: El submarino



La niebla y el silencio me rodean por completo. No se puede ver nada en ninguna dirección en la que mire. El olor a salitre me ataca desde alrededor, me inunda, me desorienta todavía más. Es noche cerrada en el puerto de San Petersburgo, y odio estar aquí, en medio del frío y la humedad, cuando podría estar feliz y tranquilo, acurrucado al calorcito de alguna de las bases secretas del CBI, junto a Dinah. Pero no, mi estúpido honor y mi sonora venganza me obligan a seguir adelante, en busca del hombre que me usó como pienso para gatos. Esta noche puedo obtener al fin mi ansiada revancha.
Pasos sobre la madera me sacan del trance. Alguien se acerca, rasgando la niebla, directo hacia mí. Es tal y como lo describió Krelenko: alto, enjuto, de piel cobriza y cabello muy negro, a excepción de unas sienes canosas bien peinadas. Tal vez este hombre naciera en París, pero sus ancestros sin duda eran argelinos. Su rostro es cruel, castigado por el sol, como si sus mejillas fuesen de cuero, y sus ojos dos fríos diamantes. Viste ropas sencillas, baratas, y demasiado anchas para su flaco cuerpo, lo que hace pensar que viene armado (Nota mental: Mayashi debe estar asustado, y no confiar absolutamente en nadie, como para enviar un matón armado a un encuentro aparentemente amistoso). Camina despacio hacia mí, con las manos en los bolsillos (¿apuntándome?), y me observa detenidamente.
– ¿Quién eres? – pregunta a tres metros.
– Mi nombre es Tom Connelly. ¿Eres tú Le Fay?
– El mismo – contesta, sin dejar de escrutarme –. ¿Qué buscas?
– Doomu. Krelenko me envió a ti, y dijo que con esas palabras me guiarías. Traje lo acordado...
Y levanto ante sus ojos el maletín plateado que contiene un millón de dólares del CBI (por supuesto, todos los números de serie de los billetes han sido copiados en Washington, de forma que si alguien gasta un solo dólar en cualquier parte del mundo, le trincarán). Sonríe brevemente, y me conduce hasta el embarcadero.
– Venga conmigo, señor Connelly. Hoy le presentaré a uno de los hombres más influyentes del mundo, si no el que más. Y recuerde, si llega a hacer tratos con Doomu, que aquí lo más importante no es el dinero, sino el honor.
– ¿Eso significa que no van a querer cobrar? – le pregunto, mostrando lo cien mil que él reclama.
Le Fay refunfuña, y extiende una mano. Le entrego el grueso fajo, que él enseguida guarda en su abrigo, y prosigue el discurso.
– Hágame caso. Si sabe lo que le conviene, no enfade a mi amo.
No le respondo. Precisamente vengo a enfadarle, estúpido, y mucho...
Le Fay conduce sus pasos hasta una pequeña lancha a motor. Salta dentro, suelta amarras, y hace un gesto para que le imite. ¿A cuánta gente tendrán sobornados para poder moverse con esta impunidad?
Arranca, y circula despacio entre los yates más lujosos, en dirección a mar abierto. Su rostro es impenetrable.
– ¿Dónde vamos? – le interrogo, con aire extrañado.
– No haga preguntas durante un rato. Confíe en mí, y verá que sale ganando. Relájese, hay champán en la nevera.
Me recuesto, y descorcho una botella. Finjo llenar mi copa una y otra vez (cuando en realidad lanzo su contenido por la borda cada vez que no me mira), y aguardo sus movimientos. Sea lo que sea, estaré preparado.
Enseguida dejamos atrás el puerto, y nos adentramos en las fauces oscuras de la noche en el mar. Veinte minutos después, Le Fay apaga el motor, y nos movemos a la deriva. Se gira hacia mí, y su mirada se ha vuelto gélida.
– ¿Qué demonios hace? – le pregunto, con voz falsamente angustiada.
De pronto, enciende un pequeño farolillo en la popa, y extrae de su abrigo un diminuto revólver, con el que me apunta.
– ¿Qué significa esto?
– ¡Silencio! Ahora soy yo el que hablaré, Connelly, si es así como se llama, y usted no dirá ni una palabra más. ¿Lo ha entendido? Abra ese condenado maletín, sin trucos. Y si no hay exactamente un millón de dólares americanos, o me huelo cualquier jugarreta, le meteré una bala entre los ojos, y será usted comida para peces. ¿De acuerdo?
Asiento, y abro despacio el maletín, con las manos siempre a la vista. Se lo muestro, y la visión le hace sonreír. Un millón de dólares en billetes usados. El sueño de cualquier hombre cuerdo, para esta gente es mera calderilla.
– Muy bien, americano. Ha pasado la prueba...
Despliega en su mano un diminuto teléfono móvil, y da la señal a sus amigos en japonés, sin perder la sonrisa en ningún momento.
– Sí, podéis venir. Ha traído el dinero, sin trampas.
De pronto, el mar parece hervir. Las burbujas nos rodean, grandes olas se forman en torno a la barquichuela, amenazando con enviarla a pique, y una inmensa sombra negra se forma en las aguas bajo nuestros pies.
Y entonces aparece.
Gigantesco, portentoso, de exterior completamente negro, y sin enseñas ni distintivos que permitan catalogarlo. Es el submarino más impresionante que he visto nunca, y puedo asegurar que he visto unos cuantos. En su tiempo, debió ser el auténtico orgullo del Ejército de la URSS, pero el paso de los años y el desplome de la economía soviética lo hicieron inservible, obsoleto. Eso aprovechó Doomu para afrontar los tremendos gastos de su reparación y rearme, con el dinero sustraído a los yakuza. Y esta belleza regresó a los mares. Una antigüedad de épocas pasadas que vuelve para dar más guerra. Como Mayashi, y como yo mismo.
– ¿Qué le parece, Connelly?
– Que me gustan sus amigos, Le Fay. Normalmente sólo vienen a buscarme en un coche...
Se abre una escotilla, y bajan hasta nosotros dos marineros japoneses, apoyándose en finos peldaños marcados en la silueta del submarino. Visten elegantes uniformes marrones, pretendidamente militares, pero de ningún ejército conocido. Sólo del ejército de la imaginación de Leo Mayashi.
– Buenas noches, señor Connelly. Soy el capitán Kanegusi, a su servicio, y éste es el oficial Tanenka – se presentan, en perfecto inglés americano –. Tendremos mucho gusto en recibirle a bordo del “Tesoro del Mar”, nuestro submarino. He recibido órdenes concretas de mi jefe de atenderle hasta su máxima necesidad durante su estancia a bordo. Acompáñenos, por favor...
Sí, seguro que Mayashi fue tan correcto al explicarlo. Diría más bien algo como “si recibo alguna queja de mi invitado sobre tu comportamiento, Kanegusi, mañana almorzaremos tus costillas, ¿lo has entendido?”. Pero suena mejor en sus palabras.
Entro en el submarino, y allí todo es orden y disciplina. La tripulación se mueve de un lado a otro como un reloj de maquinaria precisa, y nadie me observa, como marcan las órdenes. Kanegusi me lleva por decenas de salas diminutas y sobrias, con la esperada decoración de paredes metálicas y grandes tuberías al aire que corresponde a un submarino. El ambiente es sofocante, el aire escasea, y me abruman los penetrantes olores a sudor reseco y testosterona. En cuanto cierran la escotilla tras de mí, pulso descuidadamente el botón oculto en mi reloj de pulsera, que activa el señalizador GPS. Ahora el CBI ya sabe dónde estoy. Es sólo cuestión de tiempo, y la caballería vendrá a rescatarme. Eso espero.
– Mi jefe, el señor Mayashi – explica el oficial – dio órdenes concretas de avisarle tan pronto como le recogiéramos a usted. Creo que, mientras tanto, ha estado... ocupado... con una señorita. Usted ya me entiende...
– Sí, desde luego.
– Oh, no quiero que se haga una imagen errónea de mi jefe. En mi país es costumbre... relajarse antes de los negocios, y al señor Mayashi vienen a verlo las jóvenes más hermosas de todo el mundo, en busca de sus favores, pues es bien sabida su reputación de gran amante.
Sí, claro, Mayashi es un dios. No quiero saber nada más, o terminaré vomitando.
Por suerte, el recorrido acaba, y llegamos ante una alta puerta metálica (no muy diferente de las demás, en realidad), con dos fortísimos guardias vigilando ante ella. Al vernos, ambos se ponen firmes, y uno toma la palabra.
– Bienvenido de vuelta a bordo, señor. Iré a avisar al amo...
Abre la puerta y entra (sin dejarme ver el interior), cuchichean, y se oyen desde fuera los gritos chillones y ofensivos del viejo.
– ¿Ya están aquí? ¡Hazlos pasar de una vez, maldito gorila, o te lo haré pagar!
Es una auténtica delicia este hombre...
El forzudo nos permite al fin el paso, y entonces lo veo de nuevo.
Mi enemigo. Mi rival. El odiado blanco de mi venganza.
Leo Mayashi. Por fin...
Externamente parece sólo un amable ancianito, de ésos que van a los parques a echar de comer a las palomas y jugar con sus nietos. Pero él mismo pronto se encarga de romper esa imagen. Para empezar, nos recibe junto a su cama, vestido sólo con un pantalón largo de seda blanca, con el torso y los pies desnudos. Y debo reconocer que tiene una buena musculatura, para los más de setenta que debe cumplir.
Pero lo más terrorífico, lo más llamativo y espeluznante de la escena, por mucho que me pese, no es él. Es la otra figura...
Sobre la cama hay un cuerpo inmóvil. Es una mujer, una chica más bien, alrededor de la veintena. Está completamente desnuda, con los miembros atados con cadenas a las cuatro esquinas de la cama. En su piel hay señales de golpes, heridas, quemaduras y latigazos. Busco su rostro, sus facciones, pero no puedo verlas, porque lleva puesta una grotesca máscara de hierro que le cubre toda la cabeza, y que apoya desmadejada contra la pared. No se mueve. No respira. Y eso es porque en su garganta exhibe un amplio y profundo corte que va de un lado al otro, y del que cuelga un abundante hilo de sangre, roja, brillante. Fresca.
Viendo esta escena, sé que nunca la podré borrar de mi memoria. Me siento bruscamente horrorizado, y no dejo de preguntarme cuánto habrá sufrido esta pobre muchacha antes de que le concedieran la muerte.
Venía preparado para muchas cosas, pero no para esto...
– Buenas noches, señor Connelly, y bienvenido a mi casa, aunque sea submarina. Espero que haya tenido buen...
Mayashi me habla, y hasta me tiende la mano, pero soy incapaz de escuchar nada. Sólo puedo mirar hacia ese cuerpo, blanco y puro, que ellos han destrozado horrorosamente, y no me imagino qué monstruosidades habrán cometido en ella.
El viejo se percata del foco de mi atención, baja la mano, y ríe satisfecho.
– ¿Eh? Oh, ya ha descubierto a nuestra invitada. No se alarme, es sólo una prostituta de Bangkok. ¿O ésa fue ayer? ¿Ésta quién es, Kanegusi, la hija de un banquero italiano? Bueno, da igual, me cuesta llevar la cuenta. Mi amiga a veces tiene gustos un tanto... peculiares, y yo se lo consiento, porque estos espectáculos me divierten muchísimo.
Entonces le observo, y crece en mí una rabia asesina. Querría tomar su cabeza con las dos manos y aplastarla como una fruta madura, o girar su cuello ciento ochenta grados y reventar su columna cervical, o cortarle el cuello igual que hizo él con su víctima. Hacerle sufrir, que es lo que merece, igual que él hace sufrir a los que le rodean.
Pero entonces me doy cuenta de algo más: en todo su cuerpo no hay una sola mancha de sangre. El pantalón blanco de seda está limpio, impoluto, y en su torso no hay salpicaduras rojas, cuando el cadáver está empapado de sangre fresca, y de esa herida debió brotar a chorro como de una fuente. Por mucho que me pese, él no la mató. Mayashi debió ser sólo un testigo, alejado de la escena, con la mirada fija pero sin intervenir en ella. Es algo enfermizo...
Pero entonces, ¿quién? ¿Quién torturó horriblemente y asesinó a esta pobre chica? Esa “amiga” del japonés... ¿quién puede ser?
De pronto, una duda ensombrece mis pensamientos, una sospecha mezquina, y me aseguro a mí mismo que es imposible. ¿Ella? ¡No, para nada! Ella no, sería incapaz de algo así, un acto de esta calaña... ¿verdad?
Entonces, una figura sale del cuarto de baño, y mis mayores temores se confirman. Ella. Lady Shiva.
– Gracias por prestarme tu ducha, Leo. Estaba llena de sangre...
Pero al instante se da cuenta que su jefe no está solo, y guarda silencio.
– Oh, no, querida, no debes sentirte azorada. El señor Tom Connelly va a ser uno de nosotros, y ya le he explicado que hacemos algunos... juegos por las noches.
Ella asiente, y sonríe maliciosa. La veo, y no puedo sentir más que repugnancia. Viene del cuarto de baño, envuelta en un albornoz blanco con las iniciales de Mayashi, y lleva una toalla en el pelo. “Estaba llena de sangre...”
Ella la mató.
Ella propinó los golpes y latigazos a las piernas de la chica, quemó sus manos, mutiló sus pechos, ató sus muñecas y tobillos a la cama, le colocó esa ofensiva máscara de hierro, y finalmente, cuando ella y su salvaje amante se cansaron de la tortura, simplemente le cortaron el cuello. Como si la muchacha no fuera nada, sólo basura que tirar, sólo carne para jugar entre sus dedos...
– ¡Oh, no he hecho las presentaciones formales! Disculpe mis modales, pero me ha pillado en un mal momento. Lady Shiva Woosan... Tom Connelly.
Y ahora sé qué clase de bestia es ella realmente. De monstruo inhumano. De ser canalla y brutal. De asesina.
¿Y yo pude compartir un instante íntimo con ella? ¿Y me obsesioné hasta tal punto de defenderla ante el CBI, y ver con buenos ojos sus actos, y adivinar un alma buena y pura en su interior? No hay bondad alguna en este demonio, no hay pureza, sólo ruindad, sólo sangre, sólo horror. Y los demás somos títeres en sus juegos macabros.
Se pasea por la habitación, moviendo la pelvis delante del anciano y de los guardias, jugando con sus hormonas. Sabe que los tiene en sus manos, y hará de ellos lo que le plazca. Yo soy el único en este lugar inmune a sus contoneos, quizá porque soy el único que realmente ha hecho el amor con ella, en vez de fornicar como animales.
Camina, se agacha, recoge sus ropas del suelo, y nos observa con picardía. Y entonces descubro algo más, y mi horror ya no conoce límites: es un vestido de noche, azul, con falda larga, y tampoco hay en él ninguna mancha de sangre. Lo que hizo Shiva con la joven fue estando ambas desnudas. Una especie de rito de sexo salvaje, con dos monstruos disfrutando de la agonía de una inocente, burlándose de ella, vejándola, y que no tendría más final que el último aliento de su víctima.
Siento unas náuseas tremendas, y salgo de la habitación mareado. No puedo soportar esto. Mi cabeza no asume que puedan existir seres de tal calaña. Yo soy un héroe, un miembro de la JLA, y mi mundo son las flechas trucadas y las reuniones en la Luna. Mi vida es brillante y luminosa, un ejemplo de conducta altruista para todos, y un sinfín de aventuras en defensa de la justicia. Pero aquí no hay nada de eso. No puedo hallar la luz ni el heroísmo en este pozo de barbarie, ni la justicia en la muerte atroz de esta pobre chica. A lo que me enfrento en este submarino es al lado más oscuro y salvaje de la raza humana, y para derrotarlo no me bastarán las flechas trucadas, porque aquí no tienen sentido.
Dinah habría estado más a la altura, ella conoce mejor este mundo, y sabe cómo enfrentarse a la basura sin que te ensucie todo. Yo estoy perdido, desorientado, y empieza a faltarme el aire.
– ¿Se encuentra bien, señor Connelly? – pregunta Mayashi a mi espalda, en un tono agudo y fingido, como si realmente se interesara por mí –. Está muy pálido...
No, no... Tengo que dominarme. Ahora mismo podría saltar sobre él, sujetar su garganta entre mis manos y exprimir el aire de su cuerpo, disfrutando al ver cómo agoniza lentamente. Aunque tal vez sus hombres acabarían conmigo a tiempo de salvarle. Si no, podría hundir los pulgares en su tráquea, romperla como una caña seca, y abrir un agujero por el que silbe el aire escapando de sus pulmones, y que él lo escuche, sabiendo que con ese aire se le va la vida. O una patada en el costado. Dura, directa, que fracture varias costillas y le perfore el bazo. Desangrarse internamente en cuestión de minutos, sin posibilidad de recibir ayuda...
No... no... autocontrol, autocontrol, Ollie. Respiro hondo un par de veces, tres, cuatro, y me vuelvo a erguir. Sé quién soy, y a lo que he venido, y ahora no puedo flaquear, o no saldré vivo de esta tumba metálica. Así que más vale que no tardes, Faraday...
– Sí, señor Mayashi, ya me encuentro mejor – le contesto, con la mejor sonrisa, y estrechando su mano –. Disculpe mi indisposición, pero... no estoy acostumbrado a viajar en un submarino. Ya sabe, los que somos de tierra...
– Por supuesto, señor Connelly – me responde, con una sonrisa tan comprensiva como falsa –. Suele costar la primera vez...
Y de pronto, Shiva abandona la habitación, y se me queda mirando. Y mis escasas defensas se evaporan.
Me observa, envuelta en su precioso vestido de noche azul, con el cabello suelto y brillante rozándole los hombros con descuido, y esa luz de intensa belleza reflejada en sus ojos... y no puedo creer la clase de monstruo que es en realidad. Me invade la pena, una tristeza grandísima por aquello en lo que creí y que ahora sé que es mentira, una decepción inmensa por una mujer que me engañaba y me utilizaba, y una frustración eterna por no haber sido capaz de llegar realmente hasta ella.
Y así, con todos esos sentimientos entremezclados, es como la miro, parado en aquel sucio pasillo de un submarino, e indefenso ante ella.
Y en ese instante, cuando cruza descuidadamente sus ojos curiosos con los míos, Shiva descubre quién soy yo.
– Dios mío...
– ¿Qué sucede, querida? – le pregunta el viejo, inconsciente.
– No... es imposible... pero sí, eres tú... ¡Dios mío!
– ¿Qué pasa, Shiva?
– ¡Leo, es él! No puedo creer que esté aquí, pero... ¡sí, estoy segura, es Oliver Queen!
– ¿De qué estas hablando? El señor Connelly es un buen amigo nuestro, y no puedo consentir que le...
– ¡Deja de creerte su historia! Se ha afeitado la perilla, y usa lentes de color, pero no tengo dudas de que es él. ¡Flecha Verde, en tu propia base!
Los guardias rápidamente desenfundan las armas, y me apuntan.
Un escalofrío recorre mi espalda. Yo abogué por ella ante Faraday, para darle una oportunidad de salir viva y con bien de esto, y ella en cambio me entrega (por segunda vez) al enemigo. Pero ya has dejado claro a qué bando perteneces, Shiva. Ya has firmado tu propio destino...
Me basta una sola mirada para dejárselo claro.
Mayashi sonríe malicioso, y se acerca mucho a mí, estudiando mi rostro.
– ¿Es eso cierto, señor... Connelly? ¿O debería decir Queen?
– Esto es ridículo, señor Mayashi – le respondo, sin apartar mi tenebrosa mirada de odio de los ojos aterrados de Shiva, y sin dejar de apretar los dientes –. Ya sabe quién soy yo, tanto por lo que ha dicho de mí su contacto en Moscú como por lo que seguro que han investigado sus espías sobre mi pasado. No tengo por qué aguantar que me insulte su... su putita.
Y los ojos de la mujer arden de furia al escucharme.
– Oh, se equivoca, americano – dice Mayashi muy despacio, presagiando nada bueno –. Shiva es mucho más que una... “señorita de compañía”, y mi confianza en ella es absoluta. Los hombres corrientes pueden ser burlados, y los historiales inventados de la nada, pero los sentidos de Shiva son agudos como los de un lobo, y si ella dice que usted es Flecha Verde, yo me ocuparé de matarle como a tal. Siempre cabe la posibilidad de que no lo sea, por supuesto, pero estoy dispuesto a correr ese riesgo. ¡Shiva, mata deprisa a nuestro invitado! Ya no me agrada su presencia.
Me pongo tenso al instante. La situación pinta mal de pronto, demasiado mal. No tengo nada que hacer contra Shiva, ella es una de los mayores maestros del mundo en artes marciales, y yo soy sólo un mal aprendiz. Pues tal vez no me quede ya más tiempo para aprender..
Ella me mira de arriba abajo, entre asombrada y temerosa, como si fuera un fantasma venido desde su pasado, o un enemigo al que consideraba menor, y que resultó no serlo tanto.
– No, Leo, no pienso hacerlo. Se suponía que este submarino era ilocalizable. ¡Si Queen está aquí, detrás vendrán Faraday, el CBI, y toda la maldita Liga de la Justicia!
– No seas ilusa, querida. Queen es un estúpido lobo solitario, y ésta debe ser su gran idea de venganza contra nosotros, pero no pasa de ser un héroe segundón armado con trucos de circo. ¿Qué temes de él?
– No le subestimes, Leo. Queen destruyó tu edificio en Japón, y la finca de Venecia, y hasta asesinó a tu hijo. Es el responsable del fiasco de los cohetes espaciales, y de que toda tu trama llegara a la prensa. ¿Es que eso no te preocupa?
Genial, Shiva. Antes le diste motivos para matarme, ahora para que me torture durante semanas y me arranque la vida poco a poco. Espero poder devolverte el favor...
Mayashi se estira, con la mirada convertida en hielo, y el odio volcado en mí.
– No hacía falta que me recordaras eso, querida. Este hombre me ha causado más daño que nadie en toda mi vida, y eso que pensaba haberle asesinado hace semanas. Pero debe ser que todos los superhéroes tienen nueve vidas, como el odiado Wildcat (2). Y ahora, por su culpa, yo no tendré un heredero a mi fortuna, nadie continuará mi legado, y mi apellido se perderá en el tiempo, sin nadie que lo retome. ¿Crees que eso no me importa, mujer? Pero no voy a convertir este asunto en una sucia pelea callejera, y que este ser despreciable me vea rebajado a un simple matón de barrio. No, mi querida Shiva, el mayor desprecio que puedo hacerle a este hombre y sus actos es justamente concederle una muerte rápida e indolora, y olvidarme de él para siempre. Adelante...
Él se retira, y no vuelve a mirarme. Ella está quieta, petrificada, intentando decidir qué es lo que hacer. Aprieta los dientes, y su mirada es otra vez gélida.
– No, Leo, esto ya no es cosa mía.
Mayashi se gira hacia mí, mientras ella pasa de largo, y camina decidida hacia el final del pasillo.
– ¿De qué estás hablando, mujer? ¡Te he dado una orden!
– Lo sé – responde Shiva, desde el marco de la puerta –. Pero yo no soy uno de tus matones, que te siguen a donde vayas y obedecen todas tus órdenes. Yo soy una asesina a sueldo, querido Leo, estoy aquí voluntariamente, y yo decido qué encargos realizar. Y en este caso, creo que estás ignorando un enorme riesgo que se cierne sobre nosotros. Faraday vendrá, y con él va a traer a todo el condenado Ejército de los Estados Unidos. Pero yo no estaré aquí para verlo, porque me marcho ahora mismo.
– ¿Cómo dices? – grita Mayashi, intentando demostrar su autoridad –. ¡Vuelve aquí, maldita!
Ella sostiene su mirada cruel, y responde con indiferencia:
– No.
– Shiva... sabes que te aprecio... pero ésta es una muestra clara de desobediencia, y no puedo consentirlo...


– ¿Y qué harás? ¿Matarme? Sabes que ninguno de tus hombres es capaz de eso, ni siquiera tú mismo, así que no me hagas perder tiempo. Y si estoy dañando tu imagen dictatorial delante de estos gorilas, disculpa si no me importa lo más mínimo. Ahora sólo me preocupa mi seguridad, así que voy a montar en una cápsula de salvamento, y voy a desaparecer. Si todo te sale bien, Leo, nos veremos dentro de un tiempo, cuando el asunto se haya calmado.
– Shiva... si ahora sales de este submarino, estarás fuera de Doomu, para siempre, con todo lo que significa...
– ¿Y eso pretende ser una amenaza? Siempre he estado sola, amigo, desde que nací, y temo que seguiré sola hasta que muera.
Y se marcha. Sin dudas, sin vacilaciones, con el paso firme de sus tacones de aguja golpeando el suelo de metal, y el vuelo vaporoso de su precioso vestido de noche. Y en ningún momento mira para atrás. No le importa lo que aquí suceda, o tal vez ya lo sabe demasiado bien...
Mayashi se yergue, y traga saliva. Mi pobre enemigo, ridiculizado en su propio submarino, el hazmerreír de toda su organización. Reconozco que Shiva le ha echado valor al enfrentársele así, pero también es cierto que era la única capaz. Y la única lo bastante inteligente.
– Bueno, señor Queen... parece que esto al final será entre usted y yo...
Ahora estamos solos, cruzando miradas de odio y ansias de venganza. Sólo estamos a un paso de ceder a nuestros instintos, y rompernos todos los huesos del cuerpo, pero nuestro honor de caballeros nos lo impide. Un estrecho pasillo, con dos guardias apuntándome con pistolas... tampoco es mi lugar soñado para morir.
– ... Ahora tendré que demostrarle lo grave de su error. No bastará con quitarle la vida. Tendré que hacerle pagar por todo...
El tipo se acerca mucho a mí, bajando la voz, intentando asustarme con sus amenazas al oído. Ése es su error. Porque en el momento en que pretende intimidarme con su voz dura y cruel, se interpone por un segundo en el ángulo de tiro de sus mercenarios. Su error, mi momento. Y no lo desperdicio.
Salto como un rayo sobre mi enemigo, y le giro hacia sus hombres, pasando el brazo derecho alrededor de su garganta.
– ¡Soltad las armas, o le rompo el cuello!
Los pistoleros se quedan paralizados. Creían tenerme bajo control, y ahora resulta que soy yo el que los tengo a ellos. Saben que no pueden disparar sin darle a él, ni acercarse a mí sin que cumpla mi promesa. Su indecisión, otra oportunidad. Camino rápidamente por el largo pasillo, usando a Mayashi como escudo humano, y al llegar a su altura, propino una dura patada en el esternón al primero de los gorilas, empujándolo fuertemente hacia el segundo. Y cuando los dos caen sin orden en el suelo, hechos un lío de manos y pies sin control, para rematarlo les echo encima al viejo. De modo que resulta fácil manejar a los tres, noquearlos, atarlos y amordazarlos.
Al fin tengo armas. Dos pistolas, y unas pequeñas granadas de mano. Desde luego, Doomu sabe cómo equipar a sus hombres. Faraday insistió en que viniera desarmado a esta reunión, aunque sabía lo mucho que me jugaba el cuello así, pero no había otra forma de que me dejaran entrar al submarino. Bueno, pues eso va a cambiar a partir de ahora...
– ¡Esto te va a costar caro, perro! – grita Mayashi, escupiendo la mordaza.
Tengo que organizarme, atrincherarme, preparar una estrategia. El plan de Faraday era sólo infiltrarme en el submarino con un localizador GPS, y él vendría al rescate con toda la caballería... pero lo cierto es que el tiempo pasa, y nadie viene a buscarme. Y yo en cambio estoy en pleno pasillo, armado y con tres prisioneros, y sin ninguna idea de qué hacer con ellos...
Pienso rápido, y decido buscar un refugio desde el que pueda recibir a mis atacantes. ¿Y cuál mejor que el propio dormitorio de mi enemigo?
Agarro al viejo y a los dos enormes pistoleros, y los arrastro hacia el camarote, con la puerta bien cerrada y atrancada a nuestra espalda. Si alguien viene en mi busca, lucharé hasta la última gota de sangre.
– ¿Crees que podrás salir vivo de aquí? – grita el anciano –. Hay todo un ejército en este submarino, y tú eres sólo un hombre. Puedes matarme aquí y ahora, pero mis hombres darán buena cuenta de tus huesos de cerdo.
– ¡Cállate, bastardo! Debería acabar con tu vida, y librar al mundo de un ser tan despreciable... pero yo no soy un asesino, como tú, y voy a hacer el esfuerzo de llevarte ante la Justicia.
– ¿La Justicia? ¡Ja, ja, ja! ¿Qué “justicia”, héroe? ¿Crees que alguien puede culparme de algo? ¿Esperas verme en una prisión? ¡Ja, ja, ja! ¡Eres realmente un iluso! ¡Yo estoy por encima de cualquier ley, y de cualquier justicia!
Le observo, y a la pobre muchacha con la que jugaron hasta el horror, y temo que tal vez esté en lo cierto. ¿Qué tribunal podría juzgarle? ¿Qué gobierno, y qué juez, se atreverían a perseguirle, sin posibilidad de obtener pruebas, y sin más garantías que una muerte lenta y desagradable? Puede que ni los yakuza ni la Casa Blanca le respalden ya, pero Mayashi sigue siendo Mayashi, y Doomu aún es Doomu.
Aprieto los dientes, y respiro hondo.
Él es Mayashi, pero yo soy Flecha Verde, y eso debe significar algo.
– ¿Estás seguro, viejo? Puede que seas el amo de un gigantesco imperio que cubre la mitad del planeta, pero ahora estás atado como un vulgar ladrón, y en un rincón de tu propio camarote. Por lo que a mí respecta, no eres más que mi seguro de vida, y me ocuparé de que los dos salgamos de aquí por nuestro propio pie, para que respondas como debes por todos tus crímenes.
Y un derechazo a la mandíbula le quita las ganas de responder.
No pienso consentir que una rata indigna como ésta salga impune de la redada, y daré mi vida si hace falta para llevar a toda Doomu ante la Justicia, como se merece.
Pero el destino a veces es cruel, y juega con nosotros, riendo entre dientes sus bromas mezquinas. Porque justo en ese instante, la puerta salta en pedazos, con el ruido salvaje de un trueno. Y por detrás de ella, avanzando más allá de los restos desencajados, camina el único ser que nunca hubiera querido ver. La bestia, el asesino, la monstruosidad que usa Doomu para sus matanzas salvajes, y mi asesino. Catseye. El horror desatado.
La auténtica pelea acaba de empezar.


Capítulo 3: Héroes



El Tesoro del Mar es un poderoso submarino, legado de la orgullosa flota soviética, que en otra época y otro mundo lucharon con valentía por el control absoluto de los mares. Pero es que además ha sido reconstruido por Doomu, utilizando la tecnología más moderna y el armamento más destructivo, para convertirlo en la mansión más lujosa del mundo, el vehículo más rápido, el escondite más seguro y el arma más invencible.
Su tripulación ha sido elegida entre los hombres más capaces y mejor entrenados de cada ejército, y al mismo tiempo, más leales a Doomu. Esa lealtad está garantizada, por medio de grandes incentivos económicos, y una aún mayor intimidación. Actúan como un solo hombre, entregan su sangre y su sudor en cada maniobra, y no les está permitido fallar.
Por suerte para mí, hay poderes aún mayores que éstos...
El primero en dar la alarma es el encargado del sonar, y la estridente sirena y tres pitidos agudos le secundan.
– ¡Capitán, algo se acerca! ¡Son tres masas gigantescas, por babor!
– ¿Submarinos enemigos? – pregunta el capitán Kanegusi, aunque sólo con ver el tamaño de la señal que se muestra en la pantalla, ya conoce por sí mismo la respuesta.
– No, capitán, son demasiado grandes. Parecen ballenas, pero no están nadando en ninguna ruta específica: ¡se dirigen hacia aquí a toda velocidad!
– ¡Imposible, marinero! Las ballenas no atacan a los barcos si no se las provoca, y no existe razón alguna para que sepan que estamos aquí.
– Lo sé, capitán, pero es la verdad. ¡Esas cosas van a impactar contra nosotros!
De pronto, una sacudida brutal recorre el navío, los hombres tiemblan en sus puestos, las máquinas se resquebrajan. Un chisporroteo anárquico brota de las pantallas partidas, una columna de vapor súper–caliente brota de las tuberías enterradas en los niveles inferiores, y el campo de fuerza que rodea al submarino aguanta a duras penas.
– ¡Tripulación! ¿Qué demonios ha ocurrido?
– No lo entiendo, capitán. Las ballenas aún no están cerca...
– ¡Conectad la cámara frontal! ¡Tengo que saber qué es lo que nos ha golpeado!
La gran pantalla del puente de mando se ilumina velozmente, mostrando a la izquierda la imagen aproximándose de tres enormes ballenas nadando hacia ellos con decisión, y a la derecha, algo aún más terrorífico: un hombre, casi desnudo, sin traje de submarinista, pero con la piel verde y rasgos poco humanos, envuelto en una capa azul que ondea libremente en torno a su musculoso cuerpo. Y este ser extraño y portentoso mira directamente a la cámara de exploración, y cuando mueve los labios, su voz se oye en todo el submarino.
– ¡Parad las máquinas y entregaos, si sabéis lo que os conviene!



Los marineros tiemblan, aferrándose a sus sillas inestables, y a unos mandos que ya no responden. En ese instante saben que todas sus posibilidades han desaparecido. Porque este hombre al que se enfrentan está más allá de su lógica y de sus limitados conceptos humanos. El nombre es J´Onn J´Onzz, el Detective Marciano, único superviviente de la antaño orgullosa civilización que anidó en el Planeta Rojo, y cuyos increíbles poderes sólo se ven superados por su inquebrantable coraje y su elevado concepto de la Justicia.
– ¿Capitán...? – preguntan, timoratos.
– ¡Apuntad a ese monstruo, borradlo del mar! – grita, como queriendo exigirle que desaparezca.
Pero no le da tiempo. Porque a la vez que él ordena con aplomo que disparen los torpedos, tres inmensas ballenas furiosas golpean a toda velocidad el protegido casco de la nave. Y sobre la primera de ellas, monta un hombre, tan acostumbrado como si de un corcel se tratase, y tan altivo y elegante que demuestra en cada gesto su porte real. Una larga melena rubia fluye con las olas a su paso, unos ojos azul mar observan con ira a los que invaden su territorio, y una mano izquierda de metal dorado indica a sus hermanos marinos por dónde deben continuar su ataque. Porque este individuo único, rey de los Siete Mares y aliado de la superficie, comparte sangre con todas las criaturas del abismo, y sólo a él obedecen cuando el mal avanza por su reino.
El submarino aguanta la salvaje embestida, y su campo de protección sigue en pie, pero el impacto ha sido brutal, y lo empuja sin remedio hacia estribor, libremente, descontrolado, hasta chocar con un enorme banco de coral. Y de él emergen, como una pesadilla, los ocho brazos curiosos de un pulpo gigantesco, mucho más grande que el propio submarino, y que lo aprisiona firmemente a un orden de su rey.
– ¡El campo resiste! – grita J´Onn J´Onzz a su compañero –. ¡Debemos apresurarnos en romperlo!
– No os preocupéis – dice una voz femenina a su espalda –. Dejadme eso a mí...

Al oírlo, el marciano y el atlante se apartan, dejando que la chica asuma el mando de la operación. Es dulce, en su voz y en sus movimientos, y viste graciosamente un frac y una chistera, como los antiguos magos de feria, pero ambos saben que en sus manos atesora uno de los mayores poderes de la Creación. Su nombre es Zatanna, y es hija y heredera de uno de los más poderosos magos de la Historia. Hay que dice que tal vez sea el refuerzo más importante que han tenido los superhéroes desde siempre, y no van muy descaminados. Porque le basta una sola frase para que la energía mística brote de sus dedos, y para derrotar al enemigo.
– ¡OPMAC AREUF! – grita, pronunciando como siempre sus hechizos al revés, mientras el submarino brilla con un fulgor sobrehumano, y el campo de fuerza se evapora como si nunca hubiera existido. Las computadoras estallan, y el fuego se extiende sin control por toda la maquinaria, igual que el pánico entre los marinos.
– ¡Capitán, estamos bajo mínimos! ¡Sólo quedan en pie unos pocos sistemas, y no sé por cuánto tiempo!
– ¡Sácanos de aquí, piloto! ¡Vuelve a la superficie, inmediatamente!
– ¡Pero seguimos en los brazos del pulpo, señor!
– ¡Electrocútalo!
Cruelmente, activan el sistema de repulsión eléctrica, y fulgurantes energías recorren los brazos indefensos del animal. Aquaman grita, temiendo por su vida, y le ordena que suelte a su presa antes de que la descarga le incinere.
Libre al fin, el submarino navega por sus propios medios, y vuelve la superficie. Sólo para encontrar algo peor. Porque tan pronto como asoman débilmente por encima de las aguas, un relámpago rojo, casi invisible en su extrema velocidad, se mueve ágil por la superficie del navío, y a su paso las armas se convierten en polvo, y los aparatos de vigilancia se deshacen como llevados por el viento. Su nombre es Wally West, y hace años que tomó el legado y el ejemplo de su tío, Barry Allen, para que Flash nunca dejara de correr. Y ante sus increíbles poderes vibratorios, ningún arma humana puede ser rival.
– ¡Capitán, no podemos acceder a los torpedos! ¡Ni a los periscopios, las cámaras ni nada más! ¡Estamos ciegos e indefensos!
– ¡Pedid ayuda! ¡Necesitamos refuerzos inmediatamente! ¡Hablad con nuestras bases en la costa, y que nos envíen a alguien! ¡Ya!
– ¡Capitán, la radio no funciona! ¡Estamos incomunicados!
– ¿Qué? ¿Cómo es posible?
– ¡No lo sé, el aparato funciona, pero no hay conexión!
– Entonces... entonces estamos perdidos.
Y tanto. Éste será el momento crucial, el que marcará el destino de la batalla. Porque ése era el as en la manga de los héroes. Porque los marinos se sentían muy seguros en su terrible submarino atómico, pero en verdad no son nada cuando se enfrentan a seres realmente poderosos. Porque las armas y la tecnología son sólo chatarra contra los Mayores Superhéroes del Mundo. Y porque en realidad, sus magníficas telecomunicaciones, que les mantenían en contacto con su amplia y cruel organización por todo el mundo, no son más que flujos de ondas electromagnéticas. Y existe un hombre único que viaja en las ondas, que cabalga, surfea sobre ellas, y es capaz de interrumpirlas cuando le place. Ray Palmer, Atom. El físico nuclear metido a superhéroe, con un valor tan inmenso como pequeño es su tamaño. Un tipo que ha visto morir galaxias enteras y ha navegado entre protones. El arma secreta de los superhéroes. Porque cuando Atom chasquea los dedos, el temido submarino atómico se queda aislado y a la deriva, en mitad de la nada.
– ¡Capitán, tenemos que hacer algo!
– ¿Y qué quieres hacer? ¿Vas a luchar contra dioses? ¡No seas iluso y acepta tu destino! Yo abandono...
Y en un gesto de honor y valentía, el capitán Kanegusi arroja sus galones y su gorra en el suelo del puente de mando, y camina hacia su camarote. Nunca volverá a mandar otro barco.
Pero en momentos de caos, los hombres actúan de un modo impredecible. Sin nadie que los gobierne, los soldados deciden, de mutuo acuerdo, comportarse de la única forma que saben: como soldados. De modo que se reúnen en las cubiertas superiores, forman filas más o menos organizadas, y aprestan las armas para salir al exterior y luchar contra los héroes.
No les va a hacer falta. Los héroes entrarán a por ellos.
Así, de pronto, mientras un orondo sargento anima a sus hombres al valor y la entrega, el casco de la nave se abre en canal, por efecto de un gigantesco abrelatas verde brillante. Y tras él, un muchachito volador, con uniforme verde y gris, y un gran antifaz que le cubre casi todo el rostro. Pero que no esconde su amplia sonrisa sincera.
– Hola, chicos. ¿Llego tarde a la fiesta?
Kyle Rayner. Green Lantern. Actualmente el único portador del anillo de los Guardianes de Oa. El último de 3.600 guerreros esmeralda, el heredero de toda la Historia del Universo, y al mismo tiempo el chaval más sencillo y optimista que he visto en mi vida. Él los alumbra con su pequeño anillo de poder, y su imaginación crea maravillas en esa luz mágica. Cadenas con bola, arenas movedizas, potros de tortura, sillones de dentista,... cualquier cosa con tal de atrapar a los malos. Y en ningún momento deja de sonreír. Ésa es su virtud: sólo ve buenos y malos, blanco o negro, pecados o virtudes,... y hace lo que esté en su mano para que todo sean virtudes. Por eso le envidio: porque en su joven vida le han obligado a descubrir que hay muchos grises, demasiados, y ha sufrido por ello. Y sin embargo nunca ha perdido la sonrisa, ni el optimismo en la especie humana.
– ¡Vamos, chicos, el paso está libre!
Green Lantern abre camino, y tras él avanzan todos los demás: el relámpago escarlata, la hermosa maga, el gigantesco marciano e incluso el rey del mar. Y por detrás de ellos, muchos más aún. Porque de repente, el cielo se llena de formas negras, y si los tripulantes del Tesoro del Mar aún conservaran sus periscopios, podrían observar la temible masa voladora que se les aproxima: cientos de cazas y helicópteros de guerra, de todos los países que conforman la OTAN, avanzando hacia ellos con las armas preparadas, y gritando por los megáfonos advertencias explícitas:
– ¡Depongan las armas y entréguense! ¡Desde este momento son prisioneros de la OTAN!
Y al frente de esta numerosísima flota, un enorme helicóptero de combate, el Capitán Ahab, el más grande y dotado que existe en el planeta, completamente negro, y propiedad del CBI. Y en su cabina, los dos cerebros de esta operación: King Faraday y Dinah Lance.
– ¡Bajad! – ordena el jefazo –. ¡Bajad y rodeadlo!
Y la flota obedece. Los cazas empiezan a describir círculos en torno al peligroso submarino a la deriva, y los helicópteros permanecen quietos en el aire, observándole, apuntándole.
Faraday y Dinah inician el asalto, y se descuelgan de manera espectacular, con cables y arneses, dejando que el viento silbe a su paso, y alcanzando la superficie destrozada del navío. Protegidos con gruesas armaduras antibalas. Armados con pesadas ametralladoras que cuelgan de sus hombros. Y un centenar más de soldados les siguen.
La auténtica batalla contra Doomu empieza ahora.



Mientras en el camarote de mi enemigo, yo consigo ponerme de nuevo en pie, tras la brutal sacudida. El monstruo ruge, y también se levanta del suelo, dibujando en su rostro la duda y el desconcierto. Pero en el mío no.
– Parece que las tornas cambian, engendro – y muestro una sonrisa triunfal en los labios –. Mis amigos han venido a por vosotros...
Catseye enseña los dientes, intentando asustarme de nuevo, y como única respuesta, yo le disparo. Respondo con el fuego abierto y cruel de mis dos pistolas, trazando enormes agujeros en su gruesa piel de felino, que pronto se llena de una sangre espesa y negruzca, abundante, amenazando con inundar la entrada del dormitorio. El pesado cuerpo cae, y no me arrepiento.
Odio las armas de fuego, las considero instrumentos de cobardes, de sucios asesinos,... pero en este caso eran necesarias. El hombre–gato es un monstruo, un producto de laboratorio, y no un auténtico ser vivo. Los yakuza lo diseñaron en una probeta, de acuerdo con sus mezquinas y brutales necesidades, y el resto del mundo sufrió por ello. Pues nunca más. Alguien tenía que terminar con esto, a cualquier precio y de cualquier manera, y ese alguien he sido yo.
Me acerco lentamente hasta su cuerpo, con la cautela debida en estos casos, y al mismo tiempo con la satisfacción de haber logrado abatirlo. Pero lo que veo me espanta: allí mismo, a una velocidad endiablada, y ante mis propios ojos, las heridas están curando, los agujeros se cierran, la sangre desaparece. Y el horror me domina. Me estremezco, y un escalofrío recorre mi espalda. Es la maldita ciencia genética de los yakuza, ésta es la forma en que lo salvaron de la terrible explosión del templo en Asia, cuando se enfrentó al Escuadrón Suicida (3). Regeneración de órganos y tejidos. Es como magia arcana, como brujería. Es algo sucio e indigno, y debe ser destruido. Instintivamente, vuelvo a levantar las armas, pero ya es demasiado tarde. Una garra se mueve frente a mis ojos a la velocidad del rayo, y sólo mis instintos me permiten apartarme a tiempo y salvar el cuello. Y cuando miro otra vez, Catseye está vivo, en pie y gruñendo, y mis pistolas son sólo chatarra, destrozadas por las poderosas garras de esta bestia.
Ahora es él quien lleva las de ganar...
Salta sobre mí, y a duras penas lo esquivo. Lanza una garra, y la aparto con el duro canto de mi mano derecha. Adelanta sus fauces, y le golpeo con el talón de la contraria. Y entonces me doy cuenta: defensa automática. Mi cuerpo reacciona con una secuencia de movimientos aprendidos, la técnica está por encima de la furia. Instintos educados. Entrenamiento subliminal. Puede que Casteye sea una fiera de la jungla, pero mi cuerpo sabe bien (mejor incluso que mi cabeza) cómo frenarle. “Nadie es rival para ti”, me dijo Ted Grant, “ni siquiera los metahumanos, porque ellos se escudan detrás de su vistosos poderes, y descuidan lo importante, pero tú conoces la verdad, y controlas las dos armas más poderosas del mundo: la inteligencia humana y la voluntad de vencer. Si las utilizas con sabiduría, nadie podrá doblegarte”.
Hoy entiendo por fin a qué se refería Wildcat. Hoy mi voluntad de vencer es la mayor que puede tener un hombre, pero no debo querer apresurar mi victoria, porque entonces correré el riesgo de perder. No, debo mezclar esa voluntad con el poder de la inteligencia, de la templanza, para que el destino llegue cuando deba. Finto sus golpes, rehuyo sus zarpazos, y mis manos vuelan entre sus patas monstruosas para asestar golpes certeros en su abdomen, sus costillas, su pecho. Empieza a cansarse. Hoy las enseñanzas del maestro cobran sentido a los ojos del alumno. Casteye es un híbrido perfecto, un soldado genético diseñado a la carta, aprovechando la ferocidad y caracteres de los gatos con la inteligencia superior de un humano medio. Ése es el fallo: “el humano medio”. Desde que fabricaron a este ser maldito, lo han acostumbrado a perseguir y cazar a hombres normales, que no saben luchar contra algo como él, y ha aprendido a confiar en sus dones impíos. Pero yo sí estoy entrenado para luchar contra algo como él, sé exactamente lo que debo hacer para detenerle, y tengo la voluntad necesaria para vencer.
Ruge, cuando recibe una patada en el costado que le deja sin aire, y ruge aún más cuando le sujeto la muñeca izquierda y se la retuerzo, rompiendo en pedazos el cúbito y el radio. Le duele, pero está tranquilo, porque sabe que curará. Lo que no sabe es que yo estoy aún más tranquilo, porque no le va a dar tiempo. Le clavo los dedos en el centro del pecho, y parto en dos el esternón, hiriendo el pulmón izquierdo. Escupe sangre, e intenta alcanzarme con sus enormes colmillos, pero yo le cierro la boca de un solo golpe, con un sonoro rodillazo en el mentón. Se marea, y actúa por instinto, pero aún logra cortarme con las uñas en el hombro, y sangro.
Ése es mi error.
El dolor y la sorpresa me hacen perder la concentración, y a la vez, el olor a sangre despierta sus más bajos instintos. Ruge de nuevo, y ahora sé que no es más que una bestia luchando por su vida. Ahora sí que es realmente peligroso...
Salta sobre mí, y su tremendo peso me hace caer al suelo. Me aplasta, mis costillas crujen, y no puedo tomar aire. Ríe sobre mi cara, y su repugnante saliva baña mis facciones. Abre mucho la boca, enseñando unos dientes largos y puntiagudos como navajas, y su aliento a sangre fresca me marea. Afiladas garras arañan mis costados, destrozando tela, kevlar, piel y músculo. Mi sangre se derrama sobre la alfombra...
Tengo que hacer algo, y debe ser ahora, si quiero vivir...
Se carcajea, viendo lo indefenso que estoy, y abre aún más las fauces. Podría tragarse mi cabeza entera, y arrancarla de cuajo. Ésa es la clave...
De pronto, ya no tengo miedo, porque éste es mi momento: saco una pequeña granada del cinturón, y se la meto en la boca, le golpeo con dos dedos en la garganta, y justo cuando instintivamente la traga, tiro de la espoleta.
Misión cumplida.
El monstruo me observa, sabiendo lo que va a ocurrir, y yo sonrío. Es el único instante en que afloja su presa, y lo aprovecho: me lo quito de encima con las piernas, y le empujo fuera del camarote, hacia el pasillo, al mismo tiempo que salto para protegerme detrás de la cama.
Los segundos pasan, y lo suyos se agotan.
Estalla.
Su abdomen revienta con estrépito, llenando el camarote de restos de vísceras y sangre oscura. Levanto temeroso la cabeza, con la cara sucia y el ánimo agotado, y allí le veo: temblando, en mitad del pasillo, con el tórax apenas unido a la pelvis por una columna dañada y ennegrecida. Que se parte en dos como una rama seca.
Y cae al suelo, convertido en fragmentos inertes, que ruedan sin control por el suelo metálico.
Muerto, al fin.
– Regenera esto si puedes, maldita bestia...



King Faraday recorre decidido los niveles inferiores, metralleta en mano. El submarino ha caído ya en su poder, y no ha sido difícil. La tripulación no es idiota, y en vista del enorme despliegue de superhéroes y naves de guerra, han comprendido que no tienen más remedio que entregarse. Pero eso no le tranquiliza.
– ¡Asegurad la zona! ¡Registrad cada sala, cada camarote, cada maldito hueco de esta lata! ¡No quiero sorpresas!
– ¡General, hemos encontrado al capitán del submarino! Se escondía en una despensa...
Faraday sonríe, y sigue al marine. Oh, sí, el buscado Kanegusi, el tipo que desertó del Ejército japonés siguiendo la estela de dinero fácil de su jefe Mayashi, y que aceptó con gusto comandar las tropas rebeldes de Doomu. Y ahora que le llega finalmente la derrota, ¿se esconde en una despensa? Faraday tiene que ver eso...
Pero cuando el viejo espía alcanza el lugar en cuestión, la sonrisa se le borra al instante de los labios. El odiado y perseguido capitán Kanegusi, antiguo oficial de la Armada nipona, muestra un largo y profundo corte en el abdomen, de parte a parte, realizado con su propio cuchillo.
Se ha practicado el seppuku, o hara–kiri. Ha buscado el perdón a su deshonor con su propio sacrificio. Y Faraday, que vivió en Japón muchos años, y conoce bien sus altos preceptos morales, no puede por menos que asentir, y mostrar respeto hacia la valentía póstuma de ese hombre.



Ha muerto.
Mi terrible enemigo ha muerto. El ser repugnante que asesinó a cientos, fabricado a medida por sus amos en un laboratorio para llevar el miedo y la condenación a las almas de sus rivales, yace ahora a mis pies. La bestia inhumana que casi termina conmigo, ha caído esta noche. Y no me alegro. No estoy orgulloso de lo que hice, pero lo repetiría si fuera necesario. A veces, alguien tiene que poner el cascabel al gato...
Vuelvo dentro del camarote, y cierro la puerta. Ya sólo me queda el otro enemigo, el cerebro de la operación. Pero, al ir a buscarlo, me recorre un escalofrío: ya no está. Veo las cuerdas que le ataban, sueltas y caídas en el suelo, y la mordaza que tapaba su boca, pero de él no queda rastro. Es imposible. Registro la habitación, pero no está escondido en ningún sitio, y no hay más salida que donde yo luchaba, y por la que desde luego no ha pasado.
Le quito la mordaza a uno de los guardias. Tengo que saberlo.
– ¿Dónde está? ¿Dónde se ha metido Mayashi?
– No hablaré contigo, gaijin. Espero que te pudras.
Le abofeteo. No consentiré chulerías en estos momentos.
– Escúchame bien, imbécil. Este submarino y todo lo que contiene está ya en poder del Gobierno americano. Doomu se está desmoronando. Pero yo puedo hablar por ti con el Fiscal, decir que colaboraste en la redada, y hacer que salgas libre. Sólo depende de ti...
El gigantón me mira, y sabe que estoy en lo cierto. Su lealtad es grande, pero por una vez, prima su instinto de supervivencia.
– Debajo de la cama hay un pasadizo secreto, que lleva a las cápsulas de salvamento. Se lo he visto usar muchas veces. Es por donde traía y llevaba a sus chicas sin que lo supiera la tripulación...
Es todo cuanto necesito.
Corro hacia la cama, y me dispongo a perseguirle. Y por un breve instante, vuelvo a contemplar el cadáver. Pobre muchacha. Hoy te mataron, chica, y hoy mismo obtendrás tu venganza, igual que todas las que te precedieron. Por vosotras, por Andrew Martin,... esto terminará hoy.
Debajo de la cama hay una trampilla perfectamente oculta, que conecta con el sistema de ventilación. Me descuelgo por un tubo estrecho y sucio, que lleva a un puerto secreto con mini–submarinos de salvamento. El as en la manga de Doomu. Falta uno, sin duda en el que huyó Shiva. Y al fondo, montando en el más cercano a la salida, vislumbro a Leo Mayashi.
– ¡Alto ahí, asesino!
El viejo me descubre, furioso, corriendo hacia él, y se apresura a cerrar la compuerta y encender los motores. Estoy demasiado lejos, no llegaré a tiempo...
De pronto, la pared de hormigón y metal se hace añicos, y seis figuras heroicas vienen a mi encuentro. La brillante Liga de la Justicia de América.
– ¡Ya era hora, chicos! ¿Por qué tardasteis tanto?
J´Onn J´Onzz me mira, sonríe, y no duda ni un segundo, a pesar de mi disfraz.
– ¿Qué tal, Ollie? Yo también me alegro de verte.
– ¡Tenéis que cogerle! ¡Mayashi huye en ese módulo!
Pero nadie hace nada, nadie se mueve. Y por toda respuesta, Dinah corre hacia mí, y me entrega algo: mi arco y mi carcaj de flechas trucadas.
– Creo que esto te pertenece, arquero. Es un trabajo para Flecha Verde...
Sonrío. Tiene razón. Es mi momento, y mi presa.
Corro hacia el mini–submarino, al tiempo que automáticamente cuelgo el carcaj de mis hombros, y saco una flecha explosiva. Mayashi ya está alejándose del puerto, y se hunde muy deprisa en el agua. Sólo tendré una oportunidad. Afianzo los pies en el suelo, tenso la cuerda, apunto y suelto.
Disparo.
La flecha explota, y se lleva consigo las hélices y el sistema de dirección. El submarino cabecea sin rumbo, y se hunde como una piedra en un estanque. Mi trabajo está hecho. Mi conciencia está tranquila. Se lo debía a demasiada gente...



Dentro del vehículo, Mayashi conserva la calma. Su situación es extremadamente apurada, pero en su vida ya se ha visto en peligros mayores, y siempre supo escapar con bien. Es un zorro muy viejo, y muy listo.
De modo que, viendo la “pequeña contrariedad” en la que se halla, pero consciente del inmenso poder que aún le respalda, decide que es hora de buscar apoyos. Alguien que le saque de allí.
Su impresionante submarino ahora pertenece a sus rivales, así que no le queda más opción que recurrir a otros. Su flota en la costa. Doomu aún posee decenas de barcos fuertemente armados, y otros de rescate, que pueden acudir en su ayuda si logra contactarlos, avisarles, darles su posición.
– Tesoro del Mar–Uno llamando a base. Tesoro del Mar–Uno llamando a base. ¿Me reciben?
Silencio. Nadie contesta al otro lado.
– Tesoro del Mar–Uno llamando a base. ¿Me reciben, base?
Muerto. No hay solución. Tal vez la radio no funcione, o no pueda establecer contacto con el cuartel general en tierra, o quizá ya no quede nadie para contestar, porque todos hayan caído en poder del enemigo. Tal vez el golpe al submarino fue ya el último de la estrategia de Faraday, y el organigrama entero de Doomu se encuentre a estas horas en la cárcel.
Mayashi empieza a respirar algo más deprisa. No tiene medios para huir de la cápsula de salvamento, ni para llevarla a puerto, pero aunque los tuviera, tampoco habría lugar al que pudiera dirigirse...
No. No va a rendirse, ni a morir sin pelear. Aún le queda alguien, un amigo, un aliado en estos momentos de apuro, que no tendrá más remedio que ayudarle. Rebusca en su chaqueta, extrae un diminuto teléfono móvil, y marca un número secreto que sólo cinco personas en el mundo conocen: el número personal de Lex Luthor.
– ¡Amigo Leo! ¡Qué alegría me da oírte! – responde en persona el mismísimo Presidente de los Estados Unidos, desde el magnífico Despacho Oval.
– ¡Luthor! ¿Qué demonios significa esto? ¡Mi submarino está siendo atacado por un comando de la Inteligencia americana!
– Lo sé, lo sé. De hecho, he seguido toda la acción a través de las imágenes del satélite de la CIA. Ahora mismo tengo en pantalla tu pequeño vehículo acuático. ¿Sabes que tienes roto el timón? Con esa lata no podrás llegar muy lejos. Así que ya esperaba tu llamada...
– ¿Lu... Luthor? ¿De qué estás hablando?
– De que las cosas pintan mal, amigo Leo, para nuestra pequeña asociación. La prensa ha tenido noticia de todo, y mi propio Gabinete me está presionando para que rompa lazos. Tú ya me entiendes...
– ¿Quieres decir que me abandonas, maldito? – y en la voz de Mayashi se traduce un odio feroz.
– No sólo eso, amigo mío. He informado a la CIA de la existencia de tu pequeño teléfono móvil, y han programado el satélite para interceptar tu señal, de forma que no puedas volver a llamar a nadie. Tan pronto como cuelgues, estarás solo, por completo. ¿Lo has entendido, Leo? No sólo voy a abandonarte, mi querido amigo: voy a entregarte a los lobos.
– Pero... ¿por qué haces esto? Somos amigos, Lex. Yo te apoyé desde el comienzo, cuando aún no eras nadie...
– Lo recuerdo bien, Leo, y siempre te estaré agradecido. Sin embargo, también fuiste tú quien decidió volar por libre, y jugar con unos rentables aunque inexistentes cohetes espaciales. ¿No es verdad? Ese escándalo me ha hecho daño, mucho daño: me ha hecho vulnerable.
Mayashi permanece callado unos segundos. Sabe que está perdido. Baraja sus opciones, y descubre con horror que son muy pocas. Es entonces cuando empieza a temblar de verdad.
– Muy bien, Luthor, estoy en tus manos. Pero aún puedo salir con bien: haré un pacto con la CIA, les hablaré de nuestro acuerdo. Yo también puedo venderte a los lobos, maldito bastardo.
– ¡Ja, ja, ja! ¿Realmente eres tan iluso, Leo Mayashi? La CIA no quiere tu confesión, sino tu piel. Ni siquiera esperan que salgas del agua. Un ataúd de metal les evita tener que pagar uno de pino. Y respecto a mí, sólo estoy hablando contigo para hacer que gastes más deprisa el poco oxígeno que te queda. Hasta nunca, mi querido amigo. Saluda a Alfonsina de mi parte...
Lex Luthor apaga su teléfono móvil, y lo arroja sobre la mesa. Y de lo más profundo de su pecho, brota una espontánea y cruel carcajada.



Mientras, en el fondo del Mar Báltico, Leo Mayashi agota sus últimas moléculas de oxígeno en gritar a las paredes de metal. La cordura es la única en abandonar el submarino.



– ¡Noooooooooooo! – resuena en la sala de control –. ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! ¡Sacadme! ¡Sacadme! Sacadme... por favor, sacadme...
Los héroes me observan, mientras la voz de mi enemigo se va extinguiendo poco a poco. Atom emerge de las ondas electromagnéticas que comunicaban ambos vehículos, y crece en un segundo desde el tamaño de un electrón al de un hombre adulto, después de haber incomunicado el mini–submarino. Todos me miran. Es mi decisión, mi momento. Sólo con que dijera una palabra, J´Onn se lanzaría a súper-velocidad hasta el fondo marino, le sacaría de allí a pulso, y abriría en dos la cápsula como si fuera de papel. Mayashi salvaría la vida.
Pero eso estaría mal. Nadie podría acusarle de nada, ningún fiscal y ningún Gobierno tendrían nada contra él, y un día, no sé cuándo, tal vez en un mes o en un año, estaría de nuevo en la calle. Doomu resurgiría de sus cenizas, y todo lo que sus víctimas han sufrido, por culpa de su maldad y sus vicios inhumanos, habría sido inútil.
No. Nunca más.
Camino decidido hasta el panel de mandos, y lo observo, mortalmente serio. Esto lo hago por ellos, no por mí. Reviso los controles, y sencillamente, apago la radio del submarino. La voz de Leo Mayashi se extingue en un segundo de las ondas electromagnéticas, igual que en mi memoria.
Hasta nunca, bastardo.
Tal y como tú mismo dijiste, el mayor desprecio que puedo hacerte es matarte rápidamente, y olvidarte aún más deprisa.
Ahora, por fin, las cuentas están saldadas.



Me vuelvo hacia la Liga de la Justicia, buscando comprensión. Ellos me observan gravemente, pero no dicen nada, ni mueven un dedo por salvarle. No es su estilo, pero reconocen que éste es mi mundo, no el suyo, y respetan mi decisión. Tal vez si hubieran venido Superman o Batman, el final habría sido otro, siempre con sus altos preceptos morales, siempre adoctrinando a los demás.
Pero J´Onn y Arthur son héroes que han sufrido tanto o más que yo, han perdido esposas e hijos en la lucha, y han conocido la auténtica maldad. Ellos no habrían hecho otra cosa. De modo que asienten, comprensivos, y me abrazan como a un hermano.
– Aquí termina – les digo, suspirando, y por fin con una sonrisa en los labios –. Es el final más justo, con ese demonio atrapado en su propio vehículo de salvamento, para toda la eternidad.
– Oh, no, para nada – interviene Aquaman – más bien hasta que se alimenten de él las alimañas del fondo marino, y puedo aseguraros que no tardarán mucho...
Miro por la ventana, hacia la inmensidad del mar. Ya debe estar muerto...
Pero no, por más que me esfuerzo, soy incapaz de imaginármelo. Mi cabeza ya no guarda su imagen. Desde este momento, ya he superado mi historia con Leo Mayashi...

Continuará...













Referencias

1.- Si no has leído todo lo que ha ocurrido hasta aquí, en los tres capítulos anteriores de “Cazador cazado”, no esperarás que me ponga ahora a resumírtelos, ¿verdad?
2.- Es de suponer que, en su larga carrera, Ted Grant (Wildcat) ya haya tenido algún encuentro con los yakuza, y en concreto con Leo Mayashi, en el tiempo en que trabajaba para ellos.
3.- En la antigua serie del Escuadrón Suicida, la primera aparición de Catseye.

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