Título: Cazador cazado (I) Autor: Gabriel Romero Portada: Edgar Rocha Publicado en: Julio 2007
¡Nueva aventura! La muerte de un viejo amigo llevará a Oliver a recorrer el mundo. Pero fuera de su querida Star City ¿habrá querido abarcar algo demasiado grande para él?
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Tras naufragar en una isla desierta, el industrial Oliver Queen tuvo que aprender a cazar y a sobrevivir en la jungla. Hoy utiliza esas habilidades para continuar la caza en una jungla muy diferente. Armado sólo con su arco, sus flechas y sus agallas, lucha con todas sus fuerzas para hacer un mundo más justo. El es...
Creado por Mort Weisinger y George Papp
Nota del Editor: Uno de nuestros objetivos para este 2007 era relanzar la serie de Green Arrow, y parece que definitivamente vamos a conseguirlo. De la mano del debutante escritor Gabriel Romero comienza una nueva etapa para el arquero esmeralda de la que estamos seguros que disfrutaréis.
Prólogo
Solo. Oscuro.
Terriblemente solo. Terriblemente oscuro.
El mundo a mi alrededor es un mar de silencio y negrura que me golpea salvajemente. No hay nada, no existe nada, salvo la escasa conciencia que me queda de mí mismo, y el dolor.
El terrible dolor.
Ésa es la única constante de la que tengo plena noción, lo único que sé que es real en todo el infierno que me rodea. Siento un inmenso dolor, un dolor absurdo y horrible que llena cada partícula de mi cuerpo, cada centímetro de mi piel, cada átomo de lo que soy. Si no fuera por el dolor, creería que estoy muerto, que ya dejé esta vida para siempre... otra vez.
Pero el dolor no me deja morir en paz. Me mantiene en un estado de tortura perpetua, de constante suplicio, rogando en silencio que me lleve la muerte. Pero esta vez no seré tan afortunado.
Miro hacia arriba, a donde debería estar la salida, y no puedo ver nada. Mis ojos van lentamente acostumbrándose a la oscuridad absoluta en la que habito, y poco a poco voy adivinando todo lo que me rodea: paredes de piedra, de forma cilíndrica, que ascienden hacia el techo, un suelo escaso y poco firme, y a lo lejos, en la distancia, un punto luminoso por el que entré en este lugar olvidado de Dios. Estoy en un pozo.
Me han arrojado sin conciencia a un oscuro pozo de altas paredes cuya boca difícilmente puedo adivinar en las alturas. Es sólo un punto de escasa luz que aparece como en sueños, como una promesa de la dura escapatoria que me aguarda, de la poca esperanza que me queda. Si pudiera llegar hasta él y traspasarlo, estaría salvado. Por desgracia, ese maldito agujero está mucho más allá de mis posibilidades.
Basta. No consigo nada con obcecarme. Es una esperanza sin sentido. Me concentro en el dolor. Durante años aprendí a controlar y manejar el dolor, como una más de las armas de mi profesión, como una constante en el día a día al que me enfrento. Pero nunca tuve que soportar un dolor como éste. Me abrasa. Me atraviesa. Es como una hoguera que consumiera mi carne a cada momento, y por mucho que intento recordar y poner en práctica las viejas enseñanzas budistas para el control de los sentimientos y las penas, aquí no sirven de nada. Aquí son sólo palabras vacías, recuerdos sin sentido.
Este mundo es distinto a cualquier otro, es extraño y amorfo, y consume a todo aquél que se atreve a hollarlo. Mi resistencia es grande, mi fortaleza y habilidad son conocidas por todos, pero aquí valen tanto como las de un niño.
Aquí soy sólo un niño que llora, un bebé que sufre.
Exploro mentalmente mi cuerpo, mi dolor, e identifico sutilmente un origen principal para mis males: mis pies, mis manos, los brazos y piernas,... un fuego abrasador recorre el eje de mi cuerpo, proveniente de las doloridas manos, y los pies heridos. Algo los aprisiona y daña, sin conciencia. Es una tortura horrible, y aunque es mi cuerpo completo el que gime y sufre, es en los miembros donde se origina todo. Estoy encadenado.
Unas férreas cadenas ciñen mis manos y pies, inmovilizándolos, apresándolos, causando feas heridas que sangran sin parar. El dolor proviene de ahí. Pero no solo. La postura de mi cuerpo es forzada, antinatural, y los músculos chillan y protestan, rogando que me mueva, que les dé la libertad, pero es imposible. Estoy encadenado a una silla, desnudo, con el cuerpo en tensión, y el suplicio es horrible.
Hondas cicatrices y heridas abiertas recorren mi piel. Fui torturado antes de llegar aquí, alguien se ensañó con mi viejo cuerpo, y disfrutó haciéndolo. Luego me ataron a la maldita silla, y me arrojaron a un pozo para que muriera desangrado. Unos verdaderos angelitos...
Por desgracia, la muerte ya no me quiere, fui rechazado en el Paraíso, y no tendrán más remedio que aguantarme un tiempo más aquí abajo.
Si pretendían terminar conmigo, han estado cerca, pero no lo bastante, y eso les costará caro. Lentamente, voy recuperando mis fuerzas, mis sentidos.
De pronto, recupero el olfato, y me inunda un terrible hedor, una peste nauseabunda que lo invade todo, que lo ocupa todo. No hay aire que respirar, no hay escapatoria posible. En ese instante me doy cuenta de dónde estoy: me han arrojado a una fosa séptica.
Me mareo, no puedo mantener la conciencia, no puedo respirar. Estoy demasiado débil para recuperarme, demasiado viejo para luchar. El hedor hace presa en mí, en los pulmones, en el estómago, y vomito sobre mi propio abdomen, y pierdo la cabeza.
Vuelvo a caer en la oscuridad, en el olvido, y abandono la esperanza.
¿Cómo podía pensar en salir de ésta?
Capítulo 1: Star City
Todo empezó hace sólo dos días, cuando vi la noticia. Era una preciosa mañana de julio, con el sol golpeando con fuerza en las ventanas, y una temperatura de veinte grados ya a las siete en punto.
Star City es una hermosa ciudad, aunque se haya visto con frecuencia mezclada en asuntos turbios, que le han dado una mala reputación (aunque todavía no es Gotham, desde luego). Situada en la zona norte del Estado de California, a medio camino entre Coast City y Gateway City (que también han contado a lo largo de los años con sus propios superhéroes), su enorme puerto comercial y el fantástico clima que disfruta la han convertido en las últimas décadas en destino habitual de muchos ricos ociosos, que la eligen cada año para derrochar sus fortunas en fiestas y drogas. Yo mismo fui uno de ésos, no hace tantos años, y a veces me parece increíble que haya podido cambiar tanto. Pocos hombres tienen derecho a una segunda oportunidad... y yo soy las segundas oportunidades encarnadas. De vago millonario a héroe de segunda, activista político, muerto, resucitado,... ¡incluso he sido florista! (y tengo que reconocer que fue una época especialmente dulce de mi vida, Dinah y yo viviendo en Seattle, dueños de una floristería, un poco estilo zen o budista, los guerreros que encuentran la paz de la batalla cuidando y vendiendo flores... pero luego mi antigua vida nos golpeó con fuerza... Shado, la existencia de Connor... Dinah se hartó de mí y mis indecisiones, del eterno rebelde que quiere cambiar el mundo, mezclado con un poco de complejo de Peter Pan...).
Ahora observo el puerto de Star City desde mi ventana, y sé que los dos tenemos aún mucho camino por recorrer. Los dólares fáciles de los millonarios trajeron consigo a los criminales, como un flautista de Hamelin que atrajera a las ratas (nunca mejor dicho). Ladronzuelos, camellos, traficantes de alto y bajo nivel, mafiosos, asesinos,... hicieron de esta ciudad su hogar, y convirtieron una sencilla urbe de la Costa Oeste en un mercado negro floreciente.
Por suerte, mi propia evolución personal fue paralela a la de Star City. Mi rol de aburrido play–boy con una eterna copa en la mano duró poco, y una dura experiencia en una isla desierta me hizo darme cuenta de la verdad de la vida, de lo que realmente importa, y de que todos debemos arrimar el hombro cuando las cosas se ponen feas. Y se pusieron feas de verdad.
Al principio todo era un juego, las flechas trucadas, la doble identidad, las misiones con la Liga de la Justicia, mi financiación secreta del equipo,... una mera diversión más para un tipo que no dejaba de ser un rico ocioso. Pero luego el asunto se volvió turbio, el juego subió las apuestas, y empezó a sufrir la gente que me rodeaba. Perdí mi empresa y mi fortuna, Roy Harper (mi socio juvenil, Speedy) se metió en las drogas, Hal Jordan (mi mejor amigo, Green Lantern) perdió a Carol Ferris, Barry Allen (Flash, el tipo que ideó la maldita Liga de la Justicia y que nos mantenía unidos a todos bajo un mismo ideal) se sacrificó para salvar el universo, Dinah Lance (el amor de mi vida) fue secuestrada y torturada, hasta que pude liberarla. Sí, desde luego fue una mala época...
Pero aún vinieron tiempos peores. Jordan enloqueció tras la destrucción de Coast City, mató a los Guardianes del Universo y a todos los Green Lantern Corps, y robó su poder para convertirse en Parallax. Al final tuve que ser yo quien le detuviera, ignorando el profundo sentimiento que latía en mi pecho hacia el hombre que era como un hermano para mí,... y clavé una flecha verde en su corazón. Fue horrible. No le mató, por supuesto, por aquel entonces era una especie de Dios en la Tierra, y mi flecha no atravesó su dura coraza. Pero le obligó a recapacitar, y cuando contempló el mundo amenazado por un extraño ser apodado el Devorador de Soles, Hal supo estar a la altura, y sacrificó su vida y su poder para salvar este planeta, y todo el universo que él mismo había puesto en peligro (no sin antes resucitarme a mí, por cierto...). Ahora parece que ha encontrado la paz finalmente, vistiendo el manto del Espectro, y llevando la Justicia a los más remotos rincones del universo, como siempre quiso. Le deseo lo mejor, de verdad, a mi viejo hermano, esté donde esté...
Después, fue todavía peor. Dinah descubrió que había tenido una aventura con Shado, y un hijo secreto, y luego apareció Connor, que también resultó hijo mío. Rompimos, y yo regresé a Star City, con una nueva familia. Connor y Mia, la chica que abandonó la prostitución para volver a disfrutar de su niñez. Tal vez ellos dos sean lo único que pueda sacar en claro de esta vida, lo único que pueda robarle al crimen y la injusticia.
Si mi balance final son dos almas buenas salvadas, entonces habrá merecido la pena vivir.
Hoy Star City es un buen lugar para establecerse, y para luchar contra el crimen. Hay gente honrada que intenta salir adelante, y criminales de alto nivel que se encontrarán siempre la oposición de Flecha Verde, mi combate diario por el bien común, y las personas más humildes.
A mí me han dado muchas oportunidades, no siempre bien aprovechadas, y estoy dispuesto a emplearlas para darles oportunidades a quienes no las tienen.
Esa mañana en concreto, como muchas otras, me senté en la mesa de la cocina a beber un sorbo de café caliente y leer el periódico en paz. Sin ruido, sin molestias, sólo un hombre y su periódico. El Sueño Americano.
Y entonces lo vi. La noticia. Lo que empezó todo esto, y tal vez me cueste la vida. Mi destino escrito en el Daily Star.
Era una esquela, un breve escrito al final del periódico, que descubrí por casualidad:
“ En memoria del coronel Andrew Martin, de la Marina Real de Su Majestad.
Fallecido de un ataque cardíaco en la mañana de ayer. Murió sin despertar.
Todos le recordaremos.
Descanse en paz. ”
Andrew Martin. Muerto. Fallecido en su cama de un ataque al corazón.Fue como un shock que me golpeó de repente, una sorpresa enorme.¿Andrew Martin, el temible coronel Martin del Servicio Secreto Británico, el terror de las Azores, muerto de un infarto?
No parecía posible. Había conocido a Martin muchos años atrás, cuando estudiamos juntos en Yale (antes de que a mí me echaran, por supuesto), y luego en un par de misiones como Flecha Verde, cuando él trabajaba para el Servicio Secreto en Europa Occidental, y yo jugaba a salvar el mundo con mi arco y mis flechas. Echamos el guante a un par de traficantes de armas que comerciaban con los USA, él se llevó el mérito y yo sólo las gracias (como suele ocurrir con los superhéroes y los Gobiernos), y desde entonces nos consideramos siempre buenos amigos.
No era mayor que yo, debió cumplir los cuarenta hace dos o tres años, y se cuidaba como un maldito atleta olímpico. Hacía doscientas flexiones cada mañana, corría diez kilómetros, y se pasaba todo el tiempo que le permitía su apretada agenda boxeando en el gimnasio. Bebía constantemente unos asquerosos batidos hiperproteicos, comía verdura y pasta cada día, y se hacía chequeos rutinarios en el Servicio cada seis meses. Ni siquiera se casó nunca ni tenía aventuras. ¿Y le ha dado un infarto?
O sea, sé que es posible, que la Medicina se mueve por probabilidades y no por seguridad (es lo contrario de Batman, que siempre sabe con absoluta certeza quién es el malo de turno antes que ninguno...), pero me parecía imposible. Si de alguien creyera que iba a vivir eternamente, ése era Andrew Martin. Y si no eternamente, desde luego lo último que podía imaginar es que le iba a dar un infarto a los cuarenta (entonces, ¿qué me queda a mí, que ya tengo cuarenta y tres, y bebo alcohol y como picante...?).
Y entonces empecé a pensar mal. La malicia es un pésimo consejero, porque te hace desconfiar de todo y de todos. Y pensé: “Martin tenía una salud de hierro, pero también cientos de enemigos que deseaban matarle, y medios para que pareciera una muerte natural. ¿Y si...?”
Y esa duda fue mi perdición.
Renació en mí el espíritu del cazador, que había logrado adormilar durante tanto tiempo bajo la capa de justiciero urbano, o de activista político, y recordé que en el fondo de mi alma, sigo siendo aquel hombre salvaje con un arco en la mano, cuyas únicas opciones eran cazar o morir. Y eso vale igual en una isla desierta que en el asfalto de Star City.
Si alguien había asesinado a Andrew Martin, seguro que el Servicio Secreto terminaría por averiguarlo y vengar su muerte, pero prefería asegurarme. Y si era posible, estar allí para mirarle a los ojos.
En mi profesión, haces pocos amigos auténticos, y la mayoría los pierdes por el camino, así que lo único que te queda es rezar porque tengan un buen lugar en el Paraíso, y enviar a sus asesinos al Infierno...
Aún no se habían levantado los chicos, así que fue sencillo recoger mis cosas, meter algo de ropa en una bolsa, sin olvidar el arco y el carcaj bien repleto, y meterlo todo en el coche. Sólo faltaba un pequeño detalle: el tercer cajón de la izquierda.
Desde que me crucé por vez primera con los Servicios de Inteligencia, desarrollé una cierta habilidad para falsificar documentación oficial. Carnés, pasaportes, certificados de inmigración,... cualquier cosa útil que pudiera llevar un sello y una firma. No es algo que haya necesitado con frecuencia desde entonces, sobre todo porque a la Liga de la Justicia no suele hacerle falta entrar ilegalmente en otro país o saltarse las fronteras. No, para los Superhéroes Más Grandes del Mundo todo son facilidades, y que si un teleportador en esa ciudad, o un permiso especial de la ONU para viajar a tal país... El caso es que el resto de mortales, y yo me incluyo entre ellos, no lo tenemos tan fácil normalmente, menos aún si quieres moverte por América en avión con un arco y un carcaj de flechas. Así que recurro al tercer cajón de mi armario, a mano izquierda, el que está por debajo de mi ropa interior. Allí guardo bajo llave unos cuantos pasaportes falsos que salvé de mis antiguas correrías, y que nunca he dejado ver a los chicos. Prefiero que tengan una imagen más digna de su padre.
Por cierto, qué horrible salgo en estas fotos viejas...
De modo que en ese día iba a ser Johann Gunner, medallista olímpico en tiro con arco, de visita en América. Mi alemán tendría que ser convincente... Podría haberlo hecho con mi identidad verdadera, pero prefería que no pudieran rastrearme tan fácilmente. No cuando planeo mezclarme en un asunto de espionaje internacional.
Cuando había recogido todo, dejé una nota para los chicos:
“Connor, Mia, tengo que irme. Hay un asunto que quiero investigar. No sé cuánto tardaré, ni lo que me costará, pero es importante. No os preocupéis por mí, y no me llaméis, ¿de acuerdo? Decid en el Centro que estoy enfermo, o algo.
Os quiero.
Oliver”.
En el fondo soy un maldito sentimental.
Compré un billete en el primer avión para Washington, y desde el aeropuerto le escribí un mensaje de texto a Dinah, para que al menos ella supiera algo de la historia:
“Pajarito, voy de viaje a Washington. Andrew Martin, nuestro amigo de Polonia, ha muerto esta noche, y quiero presentarle mis respetos a su viuda. No me llevará mucho tiempo, no te preocupes. ¿Les echarás un ojo a los niños? Un beso. Ollie”.
Apagué el móvil, y lo arrojé en una papelera, y volví a sentir el raro cosquilleo que precede siempre a una misión. Es un sentimiento único e inconfundible, y a pesar de que el motivo de mi viaje era bastante desagradable, me sentí algo excitado. El cazador se alegraba de volver a la jungla.
Durante el vuelo, pensé en cuántas veces asistíamos a entierros, y a qué pocas bodas. Vi casarse a Barry, a Ray Palmer, a Wally y a Clark, pero también vi divorciarse a Ray, y asistí al funeral de Barry, al de Clark, al de Hal,... ¡incluso al mío propio! Esta profesión se está yendo al garete. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos en los que los villanos se preocupaban más de sus trajes de colores estridentes y sus nombres llamativos que de cometer crímenes? Y apenas mataban a nadie, cuando más congelaban a un par de personas, o los convertían en sonido viviente, justo a tiempo para que el héroe de turno los rescatara. Y allí estaba yo, con mi Flecha–móvil, el Flecha–plano, la Flecha–cueva y mi socio juvenil, Speedy, con el ánimo y el coraje suficientes para comernos el mundo. Ahora más bien parece que fue el mundo el que se nos comió a nosotros...
Debo estar haciéndome realmente viejo, porque cada vez soy más nostálgico.
Capítulo 2: Washington D.C.
Al llegar a la ciudad, me alojé con mi precioso nombre falso en un horrible hotelucho de mala muerte, en un callejón tan sucio y estrecho que ni para atracarte entraría nadie. No sé ni cómo viviría el dueño, no debía tener ni un solo huésped. De hecho, tuve que repetirle tres veces que quería una habitación para que me creyera. “El Rancho”, se llamaba. Sí, “La Ponderosa” debía ser, por lo menos.
Luego, me acomodé en mi “suite”, deshice el equipaje y me senté a esperar, con el arco y una flecha a mano. El juego consistía en que, si conozco bien a las agencias secretas de nuestro querido Gobierno (y puedo presumir de que sí), ya debían saber que estaba en su ciudad, y lo que buscaba, así que era mucho más fácil sentarme en una silla con una cerveza en la mano y esperar que vinieran a mí. No iba a estar recorriendo los parques o los cines para esperar el “contacto”. Esos tiempos pasaron hace mucho. Acabaron cuando el Muro.
Tardaron exactamente una hora. El tiempo justo para observar que yo no salía del hotel, darse cuenta de que les estaba esperando y asegurar el encuentro. Toda esa parafernalia de recorrer las calles adyacentes, rastrear la presencia de cámaras o micrófonos ocultos (lo cual hoy en día es mucho más difícil que antes) y observar a transeúntes sospechosos. Cumplido ese tiempo, sonaron tres golpes en mi puerta.
Debo reconocer que me sorprendió. No habían hecho ruido alguno en el pasillo, y yo mismo había comprobado el mal estado de las tablas del suelo (confiando en que eso me alertaría de su llegada), así que no tuve pruebas de que estaban allí hasta que llamaron educadamente a la puerta. En silencio, admiré a quien fuera. Si hubiera querido matarme, ya estaría criando malvas, y sin saber lo que había pasado.
– Adelante. Está abierto.
Cuando la puerta se movió lentamente, el tipo me observó con ojos fríos. Mi imagen pretendía ser amigable, pero no demasiado. Vestido sólo con unos vaqueros viejos, los pies descalzos, el torso desnudo, no aparté los ojos de él ni por un segundo, y mientras le apuntaba al corazón con una flecha. Mi aspecto quería resaltar que no llevaba chaleco antibalas (esto es, que no esperaba pelea), pero al mismo tiempo que estaba dispuesto a vender cara mi piel.
Él tampoco parecía mi mejor amigo. Vestía un traje de chaqueta ligero, de tela basta y roída, como si llevara veinte años sin quitárselo (y era posible), una camisa barata y una mirada de sospecha. Aquel tipo no iba a ponérmelo fácil, eso desde luego. Sus ojos eran azules, y su pelo blanco, pero no porque fuera viejo, yo siempre le conocí igual. Al verme, empezó a reír a carcajadas.
– ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Queen, por amor de Dios, baja eso! ¿Qué quieres, sacarme un ojo?
– En realidad apuntaba un poco más abajo, Faraday: en ese hueco vacío que tienes entre los pulmones.
Maldito hijo de puta. No podían mandar a otro. King Faraday. Una auténtica leyenda americana. El tipo que defendió a los Estados Unidos prácticamente solo durante la Guerra Fría. El mejor agente de la Oficina Central de Inteligencia, luego su jefazo, y ahora un ente abstracto, un fantasma, que trabaja en secreto en el Gobierno, entre bastidores, orquestando los movimientos del resto del mundo en torno a él. No hay hombre más justo ni historial más largo, y lo único que puedo sentir al verle es admiración, por mucho que en este caso tuviera que hacerme el duro.
Cuando cerró la puerta y se sentó frente a mí, empecé a relajarme, y bajé el arco. No esperaba sorpresas viniendo de King Faraday.
– ¿Quieres una cerveza?
Me miró con sorna.
– ¿Cerveza? En el fondo eres un tipo vulgar, Queen. Creí que todo ese rollo del play–boy millonario sólo te permitía beber champán francés.
– No vengas ahora a joderme, ¿vale? Hace mucho de eso, y pasé por muchas islas desiertas desde entonces. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Tú me enviaste a la mayoría...
– Oh, venga, creí que ya no habría rencor por tu parte. Aceptabas esas misiones de buena gana. Tú y ese discurso de los valores morales, la lucha contra el mal, la defensa de la libertad... ¿Ahora te arrepientes?
Le miré con desgana. No había venido hasta Washington para eso.
– Déjalo ya, Faraday. No quiero que me psicoanalices. Sé que tú eres el primero que crees en ese discurso, y de los pocos que aún lo suelta hoy en día sin ruborizarte. Muchos de los ideales que sustentan a los superhéroes los creaste tú, cuando ninguno de nosotros vestía mallas, y fue el coraje de los hombres normales, como tú, el que nos contagió a todos. Así que ahora no hagas el papel conmigo, ¿de acuerdo?
Bajó la mirada. Le había pillado. Había roto su guardia, y eso seguro que hacía muchos años que no le pasaba con nadie.
– Muy bien, arquero. Tú ganas. Vienes por lo de Martin, ¿no es cierto?
– Ahora vamos a dejarnos de disfraces por fin y a hablar en serio. Me parece bien. Así que estoy en lo cierto y fue asesinado, ¿verdad?
– Sí. Un veneno nuevo, nos llevó horas identificarlo. Pero esto no tiene nada que ver contigo. Es jurisdicción del Servicio Secreto Británico, y ellos ya tienen un agente trabajando en ello. Si nosotros o tú nos mezclamos en esto, habrá lío.
– Sabes que eso no me importa. No soy uno de tus chicos, y no obedezco tus órdenes. Martin era amigo mío, y quiero ayudar a coger a su asesino.
– Sabes que podría retirarte la ciudadanía americana y encerrarte por esto...
– Oh, vamos, Faraday, tú y yo somos perros viejos, no intentes jugar conmigo. A estas horas tú debes tener a tantos agentes implicados en la operación como el propio SSB, te importa una mierda que sea su territorio, y si puedes coger a ese cabrón antes que ellos, pues una medalla más para ti y no para esos benditos ingleses y su Reina chocha. ¿Me equivoco?
De pronto, pareció afectado. Le había llevado demasiado lejos.
– Eso es un insulto grave, Queen. La muerte de un agente, sea americano o de cualquier nación aliada, es una pérdida valiosa. Y Andrew Martin era también amigo mío, uno de los mejores y más antiguos que tenía. Y en este trabajo cada vez me quedan menos. Así que no te permitas el lujo de ofenderme, porque ni toda tu arrogancia, tu arco o tu maldito carné de la Liga de la Justicia me importan una mierda, y si pretendes retarme, pondré tu culo en Siberia antes de que puedas decir tu propio nombre. ¿Está claro, “play –boy”?
Entonces bajé la cabeza. Había herido el honor de un hombre noble. No estaba acostumbrado a tratar con gente así. Hasta mi chulería tenía un límite.
– Lo siento. También era amigo mío. Sólo quiero ayudar...
– Bien. Como te dije, el SSB ha encargado la investigación a un agente exclusivo, cuya identidad ni siquiera nosotros conocemos. Últimamente las relaciones no son tan cordiales... Les hemos prestado todo nuestro apoyo, pero lo desprecian.
– Sabes el trato, el de siempre: yo atrapo al tipejo, tú te llevas la gloria. Cuéntame lo que sepas y yo haré el resto, no necesito más ayuda por tu parte, y no te implicaré. Contactaré con ese agente, y lo haremos juntos.
– De acuerdo. Yo también quiero estar seguro de que se cobran la cabeza de ese malnacido, y el Gobierno Británico no está dispuesto a enviarnos información. Sólo sabemos que su hombre está actualmente en Venecia, llegó esta tarde, y está siguiendo los pasos de la última misión de Martin. Creen que ésa es la clave.
– ¿De qué se trata?
– El nombre es Amadeo Staglioni. Es un asesino a sueldo de las familias mafiosas de Sicilia. Lleva años trabajando para ellos, y de paso ganando algunos fondos con el tráfico de información. Vendió los planos de unos nuevos aviones de guerra británicos a Irak, y Martin fue enviado a eliminarle. El problema es que se escapó milagrosamente, y desapareció de la faz de la Tierra. Así de sencillo. De la noche a la mañana. Nadie volvió a saber de él.
– ¿Ni la INTERPOL, o los Servicios de Inteligencia de la OTAN?
– Nadie. Esfumado. Sin dejar rastro. A los seis meses descubrimos por qué: se llama “Doomu" (la Cúpula) Es una organización que protege a los seres más despreciables de este mundo, y les ayuda a desaparecer cuando son perseguidos por la Justicia. No sabemos qué demonios hacen con ellos, pero no vuelve a haber señales. Una desaparición completa y efectiva por un millón de dólares.
– No es mucho para esa gente, y menos si se juegan el cuello.
– Staglioni se habría ganado la pena de muerte si le cogíamos nosotros. Es un buen negocio, Queen, y se están haciendo de oro. Desde que lo supimos, ya hemos comprobado seis desapariciones, todas ellas de grandes mafiosos, traficantes internacionales, o los más famosos asesinos del mundo. Se nos están escapando entre los dedos, y no podemos consentirlo.
– ¿Y Venecia...?
– Martin creía que el negocio operaba desde allí, y sus jefes piensan lo mismo, no sé por qué. He enviado agentes a remover esa ciudad de cabo a rabo, pero han vuelto con las manos vacías.
– Son listos, y poderosos, y no les importaba ganarse la enemistad de los Gobiernos occidentales con tal de silenciar a un agente que debió averiguar demasiado. Muy bien, yo también iré a Venecia, y descubriré de qué va todo esto.
Faraday metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta, y lanzó sobre la cama varios pasaportes de distintas nacionalidades.
– Si vas a meterte en el ajo, usa éstos. Johann Gunner está ya muy visto, arquero. Sonaron nuestras alarmas casi en el mismo momento en que lo sacaste de tu viejo cajón. Era el tercero de la izquierda, ¿no?
Sonreí. Maldito zorro. Astuto y burlón, cruel a veces. Yo no tengo madera de espía, sólo tomaré parte en esto por la memoria de un viejo amigo. Luego regresaré a mi hermosa ciudad y olvidaré todo lo que haya tenido que hacer.
Capítulo 3: Venecia
Siempre adoré esta ciudad. Vine por primera vez hace muchos años, cuando aún estaba al mando de mi poderosa compañía, y me gustaba impresionar a las damas trayéndolas en jet privado a recorrer los canales. Nunca se resistían...
Después volví con Dinah un par de veces, y nunca olvidaré esos hermosos recorridos en góndola, solos ella y yo, olvidando al resto del mundo. Ni héroes ni villanos, ni JLA ni víctimas en apuros. Sólo unas tranquilas vacaciones con la mujer que amas, en la ciudad más hermosa del planeta.
Al final, ésta sí se me resistió un poco más...
Ahora estaba de vuelta en Venecia, y la razón era más dura y desagradable. Ni los canales me parecían iguales, ni las bellas terrazas en la Plaza de San Marcos, ni Charles Aznavour. Cuando viajas para vengar la muerte de un amigo, no queda sitio en tu alma para el romanticismo.
Llegué a media mañana. Los largos viajes en avión y el jet lag me estaban matando. Caminé descuidadamente durante todo el día, fingiendo que no llevaba rumbo fijo, como un turista más, vestido con un polo y unos vaqueros, y haciendo fotos continuamente. A mí me parecía un disfraz perfecto, oculto tras mis gafas de sol y mi actitud descuidada. A Clark le funciona... Aunque voy a tener que pensar seriamente en si hago bien lo de la identidad secreta, porque la mayor parte de los héroes y de los Servicios Secretos la conocen, así que no debo ser muy bueno...
Finalmente, al caer la noche, mis pasos pretendidamente casuales me condujeron a un pequeño garito apartado de los circuitos habituales de los turistas, el “Regina Maris”. Diez años llevaba sin pisarlo, y no había cambiado en absoluto. La misma alfombra inmensa en el hall de entrada, la misma decoración años 30, el mismo aire cargado con los vapores del opio. Nada más entrar allí, te ves transportado a otro mundo, a otra época, a los tiempos del bar de Rick y el “tócala otra vez, Sam”, a la Resistencia, a los nazis huidos y ocultos entre la gente honrada, a la guerra y sus consecuencias. El dueño de este agujero es un marroquí escapado de la Justicia que hizo fortuna con otro nombre en la Venecia de la posguerra, y ahora se le considera una leyenda de la ciudad. Su nombre es Mohammed Jamal (aunque debió usar una veintena más de nombres en su larga vida delictiva), y es uno de los hombres más ricos de la ciudad, y posiblemente de toda Europa, y uno de los más desconocidos. Por supuesto, él nunca sale en las listas de millonarios del mundo, su riqueza es más secreta, aunque no menos disfrutada. Su yate es el más grande de Italia (y eso es decir mucho), sus fiestas las más concurridas, y sus “amiguitas” las más guapas y famosas. Si Jamal no te invita a su palacete de verano en Montecarlo, es que no eres nadie. Por supuesto, yo nunca fui nadie según ese criterio, pero sí conozco bien a este pájaro. De hace muchos años y muchas identidades.
Crucé el inmenso hall de entrada, con paredes decoradas con azulejos de color celeste y fotos en blanco y negro de viejos actores de Hollywood que recorrieron estos lugares (al menos, son fotos de cómo entraron; Jamal es tan astuto que se guarda para él las imágenes de cómo salieron, o de cómo los sacaron...). Una decena de italianos borrachos y fumados dormían en el suelo, tirados sobre cojines, abrazando a finas muchachitas que fingían dormir mientras observaban sus carteras bien repletas. Cuando esos pobres infelices despertaran, no tendrían más que la poca ropa que les quedaba y un terrible dolor de cabeza. Más allá del hall, e inundada por los vapores del incienso y las drogas, estaba la recepción. Una hermosa señorita me sonrió al acercarme. No era muy alta, pero sí preciosa, de origen árabe, y seguramente casada con alguno de los muchos hijos de Jamal, así que fuera del alcance de cualquiera (si no quieres jugarte que te arranque los genitales un caballo, literalmente...). Sonreí con la misma picardía inocentona, siguiendo con el disfraz de turista idiota.
– Hola, buenas noches.
– Bienvenido al “Regina Maris”, señor – su voz en italiano era deliciosa, acorde con el resto –. ¿Cómo podemos servirle?
– Busco al dueño, al señor Jamal – le contesté sin perder la sonrisa –. Dígale que está aquí Oliver Queen, y que tengo que hablar personalmente con él.
Ella tampoco dejó de reír. Chica lista, y bien entrenada.
– Aquí no hay nadie con ese nombre, señor. Debió equivocarse de local...
Aplomo y entereza. Bien. Así averigua si soy policía.
– No, creo que no – le respondo –. Dígale que estoy buscando a Ikbal Hared. Tal vez él pueda ayudarme...
En ese instante se quedó pálida, y seria.
Supo que iba de verdad, y que no soy policía. Reconoció en ese nombre su propio apellido de casada. Ikbal Hared es el nombre por el que conocí a este viejo zorro hace ya una década, y el que usa ahora su hijo mayor. Sólo unos pocos podemos saber eso, los que tratamos con él cuando no era más que un pequeño traficante de especias en el Adriático, y su nombre aún no se mencionaba entre susurros en Venecia.
La muchacha también estaba entrenada para reaccionar ante esto.
– Aguarde un minuto, señor Queen. Debo hablar con mi superior.
Se marchó entre la niebla, desapareciendo como un fantasma, pero aún pude ver con nitidez su bello cuerpo de piel oscura silueteado por apenas tres jirones de gasa color turquesa, que no dejaban mucho para la imaginación. No me extraña que Jamal tenga a la mayoría de políticos italianos enganchados a sus “niñas”.
Queen, Queen, compórtate...
La joven regresó en menos de un minuto, y la sonrisa había vuelto a sus labios.
– Señor Queen, por aquí, por favor...
Me condujo a través de la nube, hasta un inmenso portalón de madera de cedro, con incrustaciones de oro puro, custodiado por dos gigantescos mercenarios saudíes mal trajeados (los trajes eran de primera calidad, pero en ellos desentonaban tanto como Superman pegando a un pobre). Al verla, se apartaron, abriendo lentamente la puerta, sin cambiar un ápice el rictus de amenaza.
Dentro, el lujo era incalculable, y la vulgaridad también. Grandiosos diamantes rodeados de láser se mezclaban con vino barato derramado en la alfombra, cuadros míticos del siglo XVIII colgaban torcidos por el peso de conocidas modelos que dormían desnudas sobre ellos, una enorme biblioteca con las mayores joyas de la literatura universal ocupaba toda la pared de la izquierda, al lado de una cocinilla de camping–gas y los restos de un asado. Desde luego, Jamal se había criado en una pocilga, y estaba dispuesto a demostrarlo.
Veinte personas ocupaban el despacho, pero sólo tres estaban conscientes. Y quizá no por mucho tiempo, porque todo el aire estaba ocupado por una tupida nube de vapores de opio. Apenas era posible ver, y el olor era tan intenso y compacto que mareaba sólo permanecer un segundo allí dentro. Hizo falta toda mi resistencia y mi concentración para llegar hasta el fondo del despacho. Allí, sorteando cuerpos desnudos y fláccidos extendidos por el suelo, alcancé la grandiosa mesa de caoba de 1.950, decorada con una finísima línea de escenas marineras talladas. Ése es el centro de operaciones del mayor ladrón y traficante de Europa Occidental, y el más intocable por la Ley. Desde allí controla su ancho imperio, sus numerosos tentáculos, sus poderosas armas. Desde allí sentencia la muerte de sus enemigos sin dudar, y allí mismo ama a sus mujeres con la misma entrega. Sólo contemplarlo casi me revuelve el estómago.
Es un hombre inmenso, grandísimo, de unos doscientos kilos, todo rabia y grasa, bajo su negrísima piel calcinada por el sol del desierto. No hay un solo músculo en su cuerpo, no es un hombre de acción, pero sus ojos son armas más letales que cualquier pistola o bomba. Con ellos puede ordenar la muerte de cualquier ser del planeta sin titubear, y un segundo después disfrutar de un whisky con soda. Su gran figura casi me recuerda las viejas fotos de la Patrulla Condenada de ese dictador intergaláctico, Garguax (con la simple diferencia del color de piel, claro), y su crueldad es parecida.
En esta calurosa noche de julio, sólo vestía una ligera túnica de lino, de color blanco, que a pesar de sus enormes dimensiones, le quedaba tremendamente justa, amenazando con rasgarse en cualquier momento. Sudaba a borbotones, por su terrible cabeza pelada, dando la impresión, sentado en su gran sillón de cuero negro, de una inacabable masa de gelatina negra que hubieran arrojado en un despacho.
Al verme, sin embargo, empezó a carcajearse, e hizo que abandonaran el lugar los dos guardaespaldas que le rodeaban.
– ¡¡Oliver Queen!! ¡Qué tremenda alegría volver a verte por mi humilde morada, amigo mío! Marchaos, chicos, no tengáis miedo por mí. El señor Queen ha hecho un juramento de ésos de no matar, ¿no es cierto? Todo muy americano y muy heroico...
– Sabes que yo no hice ese juramento, Jamal – le digo, sonriendo. Eso provoca que los guardaespaldas dejen de caminar hacia la puerta, y que su jefe ría aún con más ganas.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Eres de lo más divertido, Queen! ¡Que os marchéis, he dicho! ¿Tengo que matar a alguien para que me obedezcan en mi propio local?
Y los tipos salen de allí corriendo.
Me acomodo en un espacioso sofá, y me sirvo un whisky con hielo del mini–bar. Lo que vengo a tratar es muy delicado...
– Veo que las viejas costumbres no mueren, arquero. ¿Qué se te ha perdido por mi mundo? ¿Ya te cansaste de las capas y los discursos?
– No del todo. Esto es personal. Vengo por la muerte de Andrew Martin. Sé que no fue natural, y que hay grandes tipos implicados. ¿Qué sabes de eso?
El gordo se queda serio. Mala señal.
– No, arquero, no te lo recomiendo. Hay mala gente en ese asunto. Gente poderosa, a la que no le importan nada los rebeldes sin causa como tú. Si te metes, puede que no salgas, y te aprecio demasiado.
– La decisión está tomada, Jamal. Martin murió por algo que estaba investigando, algo acerca de lo que llaman Doomu, y las investigaciones se heredan. Si ellos lo mataron, serán mi próxima diana.
– De acuerdo, como quieras. No puedo luchar contra el destino, las mareas ni la tozudez de Oliver Queen. Pero luego no digas que no te avisé. Lo que haré será ponerte en contacto con la otra persona que está investigando a Doomu, el agente británico del SSB. Los dos perseguís lo mismo, ¿no?
– Desde luego, pero por lo que parece ahora mismo no hay mucha comunicación entre países. Tal vez nosotros podamos cambiar eso. ¿Sabes dónde está?
– Por supuesto. Está aquí mismo, en mi local. Vino esta noche buscando información, como tú, y yo le di mis mejores servicios. Si quieres un encuentro, ve ahora mismo al reservado número quince, donde descansa. Una de mis mujeres te conducirá. Estoy seguro de que no quedarás defraudado...
Aquella última frase debió alertarme, pero confío demasiado en Jamal para temer nada, tenemos un pasado común que nos liga, y ésa es una unión muy fuerte entre hombres de honor.
Tocó un diminuto timbre oculto en su mesa, y al instante apareció una muchachita de unos veintipocos años, que parecía gemela de la otra que me atendió en recepción, tanto en rasgos como en lo abundante de su vestido. El Gordo le susurró unas palabras en árabe (entendí algo acerca de “el tigre”, o “la tigresa”), y ella se estremeció, pero marchó caminando hacia la puerta, sin mirarme. Esperando que la siguiera.
– Amigo Jamal – le dije, inclinándome en señal respetuosa –, espero que volvamos a vernos pronto, y que sea por mejores razones.
– Sabes que siempre serás bien recibido en mi casa, Queen. Y si quieres alguna otra cosa, algo que sólo yo pueda conseguirte, o lo quiere alguno de tus amigos de la ciudad en la Luna, no tienes más que pedirlo.
– Sí, estoy seguro que no te importaría tener a la Liga de la Justicia como clientes...
Rió a carcajadas, y me despidió con la mano. Todo era relajación y humor. Tal vez ahora se me ocurre pensar en si cambió la cara cuando yo salí del despacho, y hablando consigo mismo, me dio por muerto...
Pero eso nadie puede saberlo ya, y tampoco importa mucho.
La jovencita me condujo sin decir palabra hasta los reservados que estaban al fondo del local, auténticas suites presidenciales, más caras y lujosas que muchos hoteles de cinco estrellas del mundo. Allí cualquier servicio que uno pueda imaginar está disponible. Tremendamente caro, pero disponible.
Son grandiosas habitaciones con cama de dos metros por dos metros y colchón de plumas, baño de lujo, terraza con vistas a los canales, y comedor privado. Y todos los extras concebibles: televisor de plasma que ocupaba una pared entera, videollamada exclusiva, ducha de hidromasaje, jacuzzi, etc., etc., etc.
Y por supuesto, cualquier otra cosa que el cliente desee. Legal o ilegal, moral o amoral, poco importa eso para el Regina Maris. La única condición en este extraño lugar de vicio oficial y conocido es que el cliente nunca quede insatisfecho. Nunca.
La chica se detuvo frente a la puerta marcada con el número quince, y sin mirarme, llamó tres veces. Le respondió una voz masculina, hablando en japonés, y con bastante cabreo.
– ¿Se puede saber qué sucede? ¡Di órdenes explícitas de no ser molestado!
– Lo lamento, señor – dijo la muchacha, en perfecto japonés, sin acento –, pero el amo me ordenó traer a un hombre a su presencia. Su nombre es Oliver Queen, y dice tener asuntos que tratar con usted...
Hubo un breve silencio al otro lado, como si el tipo (que ya dudaba si realmente fuera inglés) se lo estuviera pensando. Finalmente respondió, en italiano, como para evitar que yo me enterara (también un intento vano, como las otras lenguas).
– De acuerdo. Adelante...
La jovencita me dejó paso, y desapareció rápidamente.
En ese instante, noté cierta aprensión. No miedo, porque en tantos años haciendo esto, he llegado a temer pocas cosas (después de ver en persona a Darkseid o a los Manhunters, Mohammed Jamal y un agente secreto británico parecen un juego de niños). Pero cada vez me olía peor este asunto de espías, y no me gustaba lo más mínimo aventurarme en aquella habitación sin saber a qué me enfrentaba. Pero supongo que por eso soy un héroe, ¿no?
Respiré hondo, y abrí la puerta.
Dentro, la habitación estaba completamente oscura, y el aire era nauseabundo, impregnado de los vapores de alguna extraña droga fumada. Quizá algo importado por los Tong, o parecido. No veía nada, y entré despacio, dejando que mis ojos se fueran acostumbrando a la ausencia de luz.
– Por aquí – dijo la misma voz –. Siga hacia delante.
Un truco muy viejo. Si el tipo realmente quisiera guiarme, encendería una luz, y dejaría que viera lo que me rodea. Pero si mantiene la habitación a oscuras y usa su voz para atraerme, es que es una trampa. No llevaba armas, así que tendría que estar preparado por mí mismo. Me fui apartando lentamente de la trayectoria que él esperaba que siguiera, y respiré hondo varias veces, llenando mis pulmones de oxígeno, y mi sangre de adrenalina, tensando los músculos.
Por eso, cuando llegó el ataque, yo estaba listo.
Cayó sobre mi espalda como un enorme peso muerto, y casi me derriba, pero logré contraer las piernas y seguir en pie, al tiempo que llevaba los brazos hacia atrás para frenar los suyos. Noté unos cortes superficiales en los antebrazos, que no fueron mayores gracias a que no los dejé quietos ni un segundo. Y sentí una enorme presión en torno a mi cintura, apresando la pelvis e inmovilizándome.
En un segundo, tenía en mi cabeza la imagen de lo que había pasado: un experto en defensa personal me había saltado sobre la espalda, agarrándose con las piernas alrededor de mi cintura, e intentando herirme con un cuchillo desde atrás.
Tan pronto como vi eso claro, desarrollé mi defensa: salté hacia detrás con su cuerpo amarrado, e impacté contra la puerta cerrada, dejando que fuera su columna la que detuviera el impacto. Oí un débil gemido, y le clavé el codo izquierdo en las costillas. Eso me dio un segundo, en que aflojó su terrible tenaza, me giré, y pude agarrar sus muñecas con fuerza, inmovilizando su cuerpo entre el mío y la puerta.
Entonces me di cuenta: aquel experto en defensa personal era una mujer.
– Hola, Queen – me dijo en un susurro, y su voz alcanzó lo más profundo de mi memoria –. Me alegro de verte otra vez. Sigues en forma, ¿eh?
Su olor era dulce y profundo, inconfundible. Su piel era suave como la seda, tersa y cálida, agradecida al tacto. Su voz era melosa, como el ronroneo de un gato, pero también como el deslizar de una cobra sobre la hierba. Como había sido siempre.
Y estaba desnuda, completamente desnuda, con todo su inolvidable cuerpo aprisionado contra el mío, con su rostro y su boca a escasos centímetros de mí.
Y no hubo duda posible: aquella mujer misteriosa era Lady Shiva.
– Ya puedes encender la luz y marcharte, Hiro.
El sirviente encendió una lamparita en la mesilla de noche, y pude verlo todo. El tipo era un musculoso japonés casi desnudo, que debía trabajar para Jamal como mercenario, y que Shiva debía requerir para “otros trabajos”. Estaba sentado en una gran cama cuadrada con sábanas de seda, flanqueada por sendas mesillas cubiertas de prendas de ropa mal acumuladas, y me observaba inmóvil. El resto de la estancia estaba casi vacía, a excepción del baño sin usar y los escasos muebles, tan sólo una silla con un pequeño maletín negro encima, y una mesita con los utensilios de haber fumado droga cara. La mujer no llevaba mucho tiempo allí.
El japonés desapareció por una puerta secreta disimulada en la pared, y me quedé solo con Shiva.
La observé, y no había cambiado nada. El mismo rostro aparentemente dulce, el mismo cuerpo tan hermoso como un ángel, y el mismo aire de amenaza silenciosa, la misma conciencia de que puede matarte en un segundo si se lo propone. Reconozco que hay muchos hombres (y yo me incluyo entre ellos) que eso es precisamente lo que les atrae de una mujer. Es el salvajismo personificado.
– Ven – me dijo, con aire cariñoso –. Te curaré esas heridas.
Se movió con la agilidad de una pantera por la habitación, tomó una camisola ancha que debió dejar el forzudo, y la rasgó en varias tiras para vendar mis cortes. Sonreí como un tonto al verla.
– No es muy frecuente curar las heridas que acabas de provocar, ¿no?
– ¿Y qué esperabas que hiciera? ¿Cómo iba a creer que eras tú de verdad? Suponía que ya no visitabas estos lugares...
– No es por gusto, lo siento. Es obligación. Investigo el mismo caso que tú, el asesinato de Andrew Martin.
En ese instante le cambió el rostro, se puso seria al instante, y me miró con gravedad. Negó con la cabeza.
– No quiero que entres en esto, de verdad. Es un negocio muy feo, Oliver. Muchos amigos muertos, va a acabar mal. No es tu especialidad.
– Impartir justicia es mi especialidad, en Star City o donde sea. Martin era amigo mío, y no voy a esperar a que encuentren a su asesino.
Terminó de vendar mis heridas en silencio, fue hasta la cama y se vistió. Tomó un amplio vestido rojo de gasa y se lo puso alrededor. La luz mortecina de la lámpara me permitía ver casi lo mismo que si no lo llevara, pero ese gesto significaba que a partir de entonces iba a hablar en serio, y no le gustaba hacerlo desnuda. Quería toda mi atención en su rostro.
Sus pies estaban descalzos, sobre la mullida alfombra persa.
– Te lo digo en serio, Ollie. Esto no es un juego. Hay gente muy poderosa mezclada en este asunto, y no van a titubear si tienen que quitarte de en medio.
– ¿Y tú si puedes jugar en su patio? ¿Desde cuándo eres agente británica?
Sonrió. La ironía de su extraña vida le parecía tan divertida como a mí. Claro, que mi propia vida tampoco era muy normal...
– Negocié. Me ofrecieron un trato. Querían vengar el asesinato de Martin, y me prometieron la amnistía. Mato a esa gente y me perdonan todo. Es así de fácil.
– Deben estar muy necesitados. ¿Tan peligrosos son?
– Ya murieron cuatro agentes, y pueden ser dos más si no llevamos cuidado.
– Estoy dentro, Sandra. Quiero participar en esto, y no aceptaré un no. Puedes necesitar un apoyo, alguien que te cubra las espaldas.
Volvió a sonreír. Otra maldita ironía de nuestra vida de penurias.
– Tú y yo... ¿juntos de nuevo?
– Bueno... yo ya no soy millonario ni me tomo la vida como un juego, ni tú eres una joven aprendiz en el taller del Sensei. Pero aún merecemos una segunda oportunidad, ¿no? Soy experto en eso...
La abracé con fuerza, tomé su cabeza en mis manos, y la besé ardientemente.
Era como un imán que me atraía sin remedio. Yo era consciente de que aquello no estaba bien, que era una mujer nefasta, implicada en muchos asesinatos y acciones ilegales, y que mezclarme otra vez con ella no era lo mejor para intentar volver con Dinah... pero no podía evitarlo.
Es como esas veces que cuanto más quieres alejarte de algo, más caes en ello de cabeza. Cada mirada suya aumentaba mi deseo, mi necesidad de ella. No era amor, ya lo sabía, sólo atracción física salvaje, magnetismo primario, salvajismo. Si no la hacía mía esa noche, moriría sin remedio. Y puedo asegurar que no morí, pero casi...
Perdí mis dedos entre sus cabellos cortos y negros, perdí mi boca en su cuello, y abracé su torso como la tabla de un náufrago. Sus pechos eran tersos y dulces, no muy grandes, exactamente lo necesario. Su piel cobriza era seda pura, de un olor grato y profundo, que se metería en mi cabeza para siempre, como hizo una década atrás. Su boca era el mundo entero, era el deleite absoluto, un paraíso rojo y carnoso, una fruta que robar. Y el resto de su cuerpo... era un tesoro tan valioso que podía costarte la vida descubrirlo.
Como vi al poco rato, Shiva es una mujer salvaje, desmedida en sus acciones, igual en la violencia que en el amor. No tiene freno ni contenciones, y eso le ha salvado la vida muchas veces, y le ha proporcionado el mayor placer muchas más. Es como tener una leona en la habitación, y pretender sin éxito domarla. Arañó mi torso y mi espalda, me arrojó sobre la mesita y la silla, lanzando por el suelo el maletín, recorrimos el baño entero, incluyendo el jacuzzi y la ducha de hidromasaje, e incluso al final de la noche, salimos a la terraza, y golpeamos contra la bella balconada plagada de flores. Jamal se enfadaría por arruinarle la decoración, pero no iba a decirnos nada. Todo estaba incluido en el precio. Todo lo pagaba el Servicio Secreto Británico...
En algunos momentos, me recordó poderosamente a mi historia con Dinah. Ella también era dura y salvaje en la noche, pero suave y mimosa otra veces. Shiva no era mimosa en absoluto, más parecíamos guerreros combatiendo que una pareja de amantes, y a veces notaba sobre mí el peso de los años... pero logré sobrevivir, a duras penas, y vencí. Si tenía que demostrar mi superioridad sobre ella y domarla, lo hice. Si tenía que agotar su terrible fortaleza física y extenuarla, lo hice. Si tenía que ser más cruel y salvaje que ella, sin duda lo fui.
Y al final de la noche, bien entrada la madrugada, la tigresa reposó sudorosa sobre las sábanas, y dormitó, ronroneando. Se enroscó en sí misma sobre el lado derecho, y respiró dulcemente en su sueño de niña buena.
La tapé con las suaves sábanas blancas de Jamal, y la besé con delicadeza en la cadera izquierda.
Si hubiera sido amor, la habría besado en la mejilla...
Me duché muy despacio, y respiré hondo los vapores. Mi hambre había quedado saciada, y no estaba orgulloso.
Sandra Woosan... Lady Shiva... cuando la conocí aún no usaba ese nombre, y sólo era una muchachita inocente que buscaba su camino en el mundo. Cuánto ha cambiado... Estudiaba en la escuela de artes marciales del Sensei, el jefazo de la Liga de la Asesinos (aunque entonces ni ella ni yo sabíamos que lo era), y yo aparecí por allí interesándome por todo lo que pudiera serme útil. Ya me habían abandonado en la isla, ya me había convertido en Flecha Verde, y buscaba el conocimiento físico y mental que me permitiera desempeñar ese trabajo con ciertas garantías. Permanecí ocho meses con ellos, aprendí mucho y malogré otros tantos conocimientos, pero sobre todo conocí a Sandra.
Era una ninfa, una luz en la oscuridad, un hada. Todo bondad y candor, todo esperanza en un futuro que veía lleno de posibilidades. Y suponía en mí un conocimiento del mundo exterior que le intrigaba. Reconozco que caí embrujado por sus ojos y su dulzura, y no era capaz de estar lejos de ella. De conocidos a compañeros de enseñanza a amantes, todo ocurrió en apenas tres semanas. No tuve perdón.
El Sensei me consideró indigno, y me expulsó. Quise quedarme, pero la voluntad de un sensei es suprema en el Japón, y el propio grupo me repudió. Sandra lloró día y noche, lo sé, pero no pudo hacer nada. Suplicó que le dejaran marcharse conmigo, pero ellos sabían cómo podían hacerle daño, y le obligaron a permanecer allí. Le hicieron desempeñar las tareas más duras, el cuidado y limpieza de los animales, el arreglo de las habitaciones privadas de los demás estudiantes, el abastecimiento de la despensa,... Pasó dos años horribles, siendo esclava de una secta ninja, hasta que el Sensei la consideró “purgada del mal que implantó en tu cuerpo el extranjero”, y pudo regresar con los demás. Para entonces ya se había obligado a sí misma a olvidarme, y hacía bien, porque sólo traje a su vida desgracias.
Finalmente, el Sensei reveló a sus estudiantes quién era su auténtico jefe: nada menos que Ra´s al Ghül, la Cabeza del Demonio, el señor de la Liga de Asesinos, para la que habían sido formados. Aquéllos que rechazaron unirse al grupo, fueron asesinados en el acto. Sandra aceptó de buen grado, y durante algún tiempo sirvió con lealtad a estos demonios.
Yo, por mi parte, entré en la Liga de la Justicia, y empecé a financiarla secretamente. Después me contactó el Gobierno (muy interesados en lo que yo pudiera decirles del Sensei y su grupo), e hice algunas misiones secretas para ellos. Todo era fácil y divertido para mí. Conocí a Dinah, me enamoré de ella, y tomé a Roy como pupilo. Parecíamos una preciosa familia bien avenida.
Luego vinieron los problemas. Perdí mi empresa, empecé a ser consciente de la verdadera naturaleza de la injusticia, y cambié. Hice un viaje con Hal por toda América, y supongo que empecé a ser algo así como la conciencia social de los superhéroes. Perdí a Roy, perdí a Dinah, murió Barry, Hal enloqueció y tuve que matarlo (aunque luego sobreviviera), y finalmente yo también morí. Y aquí estamos ahora todos de vuelta, viejos soldados muertos y resucitados, con más ganas de marcha.
A Sandra tampoco le fue muy bien, la verdad. Abandonó la Liga de Asesinos (aunque sé que siempre ha mantenido lazos secretos con ellos), y se relacionó con Richard Dragon y Ben Turner (por fin alguno de los buenos). Murió su hermana, Carolyn, y creyó que el culpable era Dragon, así que a punto estuvo de matarlo. Aunque el engaño se descubrió finalmente, su destino desde entonces ha sido errático. Buena, mala, quién sabe... Colaboró con la agencia G.O.O.D. del Gobierno americano, luego con Question y Batgirl, pero también intentó matar a Katana para recuperar una vieja espada, y se enfrentó a Batman y Catwoman para rescatar a Talia Head por encargo de su padre. Viejos lazos que nunca se rompen del todo. Su lealtad es engañosa, y nunca permanece mucho tiempo en el mismo bando. No le importa nadie más que ella misma, y sólo busca en todo momento su beneficio personal. Sí, desde luego, ha cambiado mucho...
Cuando salí de la ducha, me recorrió un escalofrío. Shiva estaba allí, esperándome, en mitad del baño, con una toalla abierta. No la había oído llegar. Si hubiera querido matarme, ya estaría frito. Agradecí al cielo que (por el momento) pudiera contarla como aliada.
Me ayudó a secarme, con una sonrisa en los labios.
– Vístete – dijo, con cariño –. Te lo explicaré todo en el coche.
– ¿Dónde vamos?
– A conocer personalmente a nuestros enemigos. Y no va a ser grato. Tal vez sí necesite de verdad alguien que me cubra la espalda.
Shiva tenía aparcado un deportivo negro en el garaje privado de Mohammed Jamal. Parece que no soy el único que tiene confianza con el Gordo. Guardé allí mi uniforme y mi equipo, y partimos de Venecia. No me dijo nunca hacia dónde íbamos, pero pude reconocer la dirección sur, y la distancia no mayor de veinte kilómetros que nos separaba de la casa de campo de nuestro adversario.
– ¿Y bien? – le pregunté – ¿Vas a explicarme de qué va esta historia?
– Sí, creo que te lo mereces. Andrew Martin fue asesinado por los mismos tipos a los que estaba investigando. Se acercó demasiado a algo grande. Se llama Doomu. Es una organización secreta de la mafia japonesa que se encarga de proporcionar una nueva identidad a poderosos traficantes y terroristas perseguidos por todo el mundo. Cuando ya no tienen dónde esconderse, ellos les sacan del apuro y les conceden una nueva vida. Es caro, pero muy efectivo. El Servicio Secreto Británico tiene información de diez peces gordos que creen que han sido clientes de esta empresa, y no han dejado el más mínimo rastro de ellos. Se están volviendo locos.
– Y te eligieron a ti para vengar a Martin.
– Él descubrió todo acerca de esta red. Revisé sus archivos secretos, que había logrado salvar ocultándolos en el fondo de los canales, y averigüé mucho acerca de cómo funciona. El SSB no quiere justicia, sólo venganza. Quieren que mate al jefe absoluto de Doomu, y si puede ser que muera de alguna forma horrible, mejor.
Me estremecí. Los Gobiernos a veces pueden ser crueles, y jugar duro.
– ¿Y vas a hacerlo?
Ella me miró, incrédula.
– No irás a empezar con tus viejos prejuicios y tus grandes ideales, ¿verdad? Esto es un trabajo sucio, y nadie te pidió que te implicaras...
– Yo elijo mis actos, Sandra, y me responsabilizo de ellos. Quiero encontrar a los que mataron a Andrew y castigarlos, pero no participaré en una matanza ni en una tortura. Pero te cubriré, no te preocupes.
Sonrió, relajándose.
– Sé que eres un buen hombre, y el mejor para tener a mi lado.
– Cuéntame quién manda en esta historia, antes de que te pongas romántica...
– Muy bien. Su nombre es Leo Mayashi. Es un anciano de Tokio que gobierna la más poderosa mafia yakuza de todo el mundo. Tan poderosa, que nadie ha oído nunca hablar de él. Sólo Martin consiguió su nombre de los labios de una prostituta a la que mataron, y eso le costó la vida. Es frío, inhumano, es un ser despreciable y cruel.
– ¿Le conoces?
– De oídas. De mis días con la Liga de Asesinos. Ra´s al Ghül tiene archivos de todos los grandes poderes del mundo, y de vez en cuando los deja leer a sus esclavos. Por eso no me gusta que te mezcles con esta gente, Ollie, porque sé lo despreciables que pueden llegar a ser.
– Ése es un asunto que ya habíamos arreglado. ¿Vas a entrar en su casa?
– Da una fiesta esta noche para los criminales más ricos de Italia. Tengo credenciales que inventó para mí el SSB. Ya sabes, una aproximación directa muchas veces es la más efectiva...
– De acuerdo. Yo te cubriré desde el jardín.
– Ten cuidado, ¿vale?
– Tú también. Yo no correré tanto riesgo como tú.
– Lo sé, pero estoy acostumbrada a arriesgar mi piel. Lo que no suelo es poner en peligro a alguien más.
Aparcó el coche en un recodo oculto del camino, y me besó con fuerza. Tanto ella como yo sabíamos que aquello era mentira, que nuestra relación era sólo un espejismo provocado por la tensión del trabajo, y que no tenía futuro. Pero eso no significaba que no pudiéramos disfrutarlo.
Salió del coche, y nos pusimos en marcha...
Capítulo 4: En las afueras de Venecia
La mansión era formidable, un auténtico prodigio de riqueza y fastuosidad. Y yo, que también fui millonario y disfruté de estos lujos, puedo decirlo con conocimiento. El edificio central era inmenso, una gran casona del siglo XVII rehabilitada y reconstruida, a la que habían adosado otras alas más modernas guardando el mismo estilo. Había un bloque de habitaciones para invitados, las caballerizas, un garaje para no menos de quinientos coches de lujo, un helipuerto privado, y una inmensa piscina olímpica. Y alrededor de la casa, un enorme jardín de flores cultivadas de los más lejanos rincones del mundo, con un lago artificial y varios patos.
Todo esto pude ver desde el coche de Shiva, con los prismáticos de largo alcance. Y no me gustaba.
Porque todo ese lujo y pomposidad no estaba reñido con la protección. Una alta verja electrificada rodeaba la finca, detectores de movimiento en el jardín, un centenar de guardias armados patrullando continuamente,... no iba a ser fácil.
– ¿Tendrás problemas para situarte? – me preguntó.
– Algunos. Pero no tantos como para quedarme fuera. Entraré contigo metido en el maletero, y a partir de ahí me moveré. No te preocupes por mí. He estado en fiestas peores...
– Toma. Llevaremos esto...
Me entregó un diminuto auricular, sin duda marca del Servicio Secreto.
– Estaremos en contacto. Oirás lo mismo que yo dentro de la casa.
– Si necesitas ayuda, si quieres que entre y te saque, sólo di mi nombre y me ocuparé de que estés a salvo, ¿de acuerdo?
– Tranquilo. Estaré bien...
Volvió a quitarse la ropa, y se colocó un bellísimo vestido de noche. Negro, plagado de hermosa pedrería que brillaba a la tenue luz de las estrellas, con la espalda desnuda. En el cuello, tres vueltas de un largo collar de perlas. En las muñecas, pulseras de jade. Estaba preciosa, y lo sabía.
No llevaba armas, ni ropa bajo el vestido. No esperaba problemas, y si los hubiera, confiaba en mí para sacarla.
Me dio un corto beso en la mejilla, entró en el coche, y esperó a que yo me preparara.
Me despojé de la camisa y los pantalones, y volví a ajustarme el viejo uniforme verde del arquero. Habían pasado varias semanas desde que pude vestirlo por última vez, y las heridas que sufrí en mi segundo encuentro con Onomatopeya hacían pensar que no volvería a ocurrir nunca más. Dos dedos reimplantados son una condena para un arquero. Por suerte, sesiones intensivas de rehabilitación (y la ayudita de mi amigo Wally West para sanar rápidamente) habían hecho el milagro. (1) Aún me dolía bastante la mano, y todavía no la había probado en acción, pero el tiempo no aguarda a un viejo soldado y su mano herida. Teníamos que entrar en la maldita fiesta, y mis problemas personales tendrían que aguardar.
Me coloqué el antifaz, y Flecha Verde entró en el maletero del deportivo.
Bajó el coche por un empinado terraplén, bien pavimentado, que conducía hasta la verja. Dos guardias la detuvieron. Hablaban muy rápido, con tono agresivo, hasta que vieron sus credenciales. Entonces cambiaron rápidamente de expresión, se volvieron dulces y educados de pronto, y abrieron raudos la verja. Sonreí. ¿Quién iba a negarle la entrada a Lady Shiva?... ¿Y quién era el loco que se aliaría con ella?
Circuló despacio por el camino empedrado del jardín, permitiendo que yo me moviera. Era una señal. Al principio pensé que las vías interiores de la finca estarían fuertemente vigiladas, y todos los coches serían escoltados bajo arma hasta llegar al garaje. Pero no era así. Por el contrario, los caminos estaban despejados, las vías libres, los guardias refugiados en sus garitas. Era lógico, aquello era una fiesta, no un fortín, y una vez pasado el estricto control de la verja, Shiva era considerada una invitada VIP del supremo amo y señor de aquel lugar, y no había razón alguna para desconfiar de ella. Es más, estaba mal visto en la alta sociedad, era considerado vulgar incluso, que las estrictas medidas de seguridad necesarias en estos casos fueran externas y visibles, en vez de quedar disimuladas bajo los tapices y los oros. Así, los ricos y extravagantes podían caminar desnudos si lo deseaban por al lado de la piscina, o subirse borrachos a su propios deportivos, u orinar en las fuentes o amar a sus secretarias sobre la hierba fresca. Cualquier cosa que sus mentes febriles imaginaran, sin que un soldado con un rifle pudiera molestarles. Éstos más bien se concentraban en los exteriores de la finca, en evitar que fueran invadidos desde fuera, sin pensar que el auténtico enemigo ya estaba dentro.
Así, una vez superada la verja, el camino era sencillo.
Shiva condujo despacio el automóvil, circulando lentamente por el suave empedrado que llevaba hasta la casa, y yo me puse en marcha. Abrí el maletero desde dentro, con una pequeña manija interior que llevan todos los coches del Servicio Secreto (por si a alguien se le ocurre encerrar a un agente en su propio maletero, y que sin embargo puede bloquearse si ese mismo agente quiere encerrar a un enemigo), lo abrí apenas unos centímetros, observé el camino despejado a nuestras espaldas, y salí. Me deslicé por el borde del coche, caí al suelo, y rodé suavemente para frenar el empuje. Ya estaba dentro. Ya estaba solo. Ahora todo dependería de mí.
Salté instantáneamente a la derecha del camino, fuera de la vía principal, y protegiéndome a la sombra de un gran roble. Agachado, observé el ir y venir cadencioso de los invitados a lo lejos, riendo con una copa en la mano, ociosos y aburridos, como fui yo en otra vida. ¡Malditos vagos...! Shiva condujo hasta el amplio garaje y, siguiendo las órdenes de los guardias (eufemísticamente vestidos de paisano, con trajes que se ajustaban a sus cuerpos como una sandalia a un perro) aparcó junto a un todoterreno azul. Salió, con todo el glamour y la elegancia de una diva, y se unió a la fiesta. Varios tipejos extraños con aspecto de terroristas la saludaron afectuosamente, y la acompañaron al interior.
Era el momento de que yo me situara. Trepé por el viejo roble, salté de rama en rama, de árbol en árbol, hasta situarme en la zona de mejor visión, y en cuclillas sobre la rama más alta, me coloqué las gafas de visión nocturna. Es un gustazo ser espía, desde luego, nada que ver con la pobreza de medios y la limitación en tus actos de ser un superhéroe. Aquí no tienes que pensar si haces bien o haces mal, si tu moral cumple con lo justo o si estás obligado a salvar el mundo continuamente... sólo hay que obedecer al Gobierno. Muy cómodo, aunque bastante asqueroso la mayoría de las veces.
Desde aquella posición veía perfectamente el interior de la casa y los jardines, de modo que la mayoría de invitados se mostraban ante mis ojos nítidamente. Si mi compañera no asegurara que aquellos tipos eran mafiosos internacionales, y los responsables de la muerte de Andrew Martin, no les habría prestado la más mínima atención. Por Dios, su imagen era de lo más inocente. Podía cabrearte tanto dinero despilfarrado, tanto lujo mal aprovechado, por gente vulgar que profana los templos y oropeles con sus pezuñas... pero de ahí a enviar a un agente secreto a matarlos...
Conecté el auricular, y al principio no escuchaba nada. Aún podía ver bien a Shiva por las ventanas, riendo y tonteando con los millonarios con un whisky en la mano, pero debía poder oírla también si quería sacar algo en claro de esto.
De pronto, escuché una voz, clara y nítida, pero no era la de ella.
– Oliver...
Me estremecí. Una voz de hombre, oscura y tenebrosa, hablando en mi oído, a través del auricular exclusivo del Servicio Secreto Británico que me había entregado Lady Shiva, y que sólo ella y yo compartíamos. ¿Quién podía ser ese tipo?
– Oliver...
Volvió a sonar, y entonces mi cerebro comenzó a atar cabos, a seleccionar quién era la única persona que podría hacer aquello, llegar a donde fuera, alcanzar a todos los hombres y plantar el miedo en sus corazones.
– ¿B... Batman?
En efecto. El maldito murciélago. El condenado Bruce Wayne, otro aburrido millonario golpeado por la crueldad de la vida real, y que dedica su inmensa fortuna a disfrazarse de monstruo y aterrorizar a los criminales de Gotham City. Y le va muy bien. Durante muchos años le idolatré y copié en todo lo que pude, pero hace tiempo que nuestros caminos se han separado, y ahora somos muy distintos.
– Sí, soy yo, Oliver – dijo, con su misma voz de sombra, interceptando mi señal – ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Y qué haces tú? – le susurré, procurando como fuera no llamar la atención de nadie hacia mi rama –. No estás en tu oscura ciudad.
– Estoy en la fiesta. Y un equipo que trabaja para mí está siguiendo a varios traficantes invitados. ¿Quién es tu presa?
– Mayashi, el jefazo de La Cúpula. Es algo personal, Batman, así que no intentes impedírmelo.
– No pretendo, pero si atacas la casa, mi estrategia puede verse comprometida. Nosotros ya nos vamos. Espera a que mi limusina salga de la finca, y todo lo demás es cosa tuya.
– Bien. Por cierto, ¿cómo supiste que estaba aquí? ¿Y cómo interceptaste mi comunicador?
Tardó un segundo en contestar, como si se estuviera riendo.
– Porque sigo siendo yo.
Y cortó.
Y allí me quedé, subido en una rama de roble, con la mayor cara de estúpido que ha tenido nunca un superhéroe (si exceptúas a Blue Beetle y Booster Gold, claro). El muy estirado y ególatra se permitía hablarme en ese tono... Llegaba a la fiesta de otro, me veía dejándome la espalda en un condenado árbol, y lo único que se le ocurría era darme órdenes, menospreciarme y largarse. Como si él fuera de otro planeta, en vez de Clark. Espera a que salga mi limusina... Será creído... Yo también viajé en limusina, y también tenía a mi alcance a las mejores mujeres del mundo, y durante un tiempo empleé el dinero de mi empresa para convertirme en superhéroe. Pero esa época ya pasó, y ahora, por suerte, prefiero vivir entre la gente normal, los hombres de a pie y sus problemas, el mundo real. Y me importa más que un niño tenga casa donde crecer y escuela donde estudiar que volver a encerrar a Mister Frío, y mucho más castigar a los asesinos de mi amigo que tener un equipo que trabaja para mí siguiendo a varios traficantes. Estirado de mierda...
En cuanto él se desconectó, empecé a oír perfectamente a Shiva.
La fiesta era grande y ruidosa, pero las voces llegaban a mi oído con nitidez.
– Cuánto tiempo sin verte, Shiva – decía un gordito irlandés con grandes bigotes y mayor barriga –. ¿Qué has estado haciendo?
– Ya sabes como es esto, O´Reilly – le contestaba ella –. Mucho trabajo y bien pagado, pero viajando constantemente. Cada vez hay que ir más lejos.
– Eso es cierto, muñeca – añadía un altísimo rumano –. Son muchas las naciones emergentes en nuestro trabajo, dispuestas a pagar enormes sumas por nuestros servicios, y la competencia es feroz...
– Pero de baja calidad, hombre – argumentó el irlandés, claramente borracho –. Siempre puedes trabajar en África, o en Asia, pero codeándote con niñatos y aprendices. Ganarás dinero, pero poniendo en juego tu reputación. Mezclarte con esa basura arruina el buen nombre de cualquiera.
El otro hombre le miró con furia. No parecía muy de acuerdo. Él debía ser uno de esos tipos que trabajaban en África y Asia. De modo que, antes que polemizar o pelearse con el gordo, prefirió marcharse en silencio a otro rincón.
– ¿Qué le pasa a André? – preguntó Shiva.
– No le va bien el negocio, querida – dijo el otro en bajo, riendo, como si fuera un chisme divertido –. Europa y América son mercados difíciles hoy en día, y ha tenido que emigrar. Se dice que incluso tomó parte en esa chapuza de Stalingrado...
Y recordé. Recordé el terrible atentado que tuvo lugar dos semanas antes en un refugio para inmigrantes y desfavorecidos en Stalingrado, una matanza sin sentido que se salió de control, un aparato explosivo en una tartera, y ciento veinte muertos. Pretendían llamar la atención del Gobierno ruso sobre unos cuantos grupos terroristas pequeños, de nueva creación, pero el hecho fue tan horrible que nadie se atrevió a reivindicarlo. Sólo quedaron cenizas y cadáveres...
Me enfurecí. Así que aquéllos eran los hombres que traían la muerte a las personas honradas, a los mendigos, a los que caminan por la calle equivocada, o comen de la tartera que no deben...
Saqué una flecha, y la coloqué en el arco. Tensé la cuerda. Sería tan fácil... Lanzada con fuerza, podría atravesar los ventanales, y su pecho, antes de que nadie se diera cuenta. Llevaría la muerte a sus corazones, tal y como ellos hacían sin piedad. Vengaría la muerte de cientos de personas inocentes, y evitaría que otros tantos sufrieran el mismo fin. Tan fácil...
Pero no. Imposible. Yo no soy un asesino, ni un verdugo. No podía asesinarlos fríamente, como era tan habitual en su negocio, y seguir viviendo conmigo mismo.
Pero apunté mentalmente sus rostros y sus nombres, y me juré que algún día ajustaría cuentas con estos malditos carniceros. O´Reilly y André. Por sus víctimas.
En ese instante, salió Bruce Wayne por la puerta. Tan alto y guapo, con ese porte presumido del play–boy, y rodeado por tres bellezas italianas, dignas de más de una portada en las revistas de moda. Se hacía el borracho, pero yo sabía que estaba fingiendo. Hace años que no le afecta el alcohol, ha aprendido a metabolizarlo y hacerse inmune. Qué pérdida, con lo bien que sienta de vez en cuando una borrachera...
Por un segundo le envidié, y deseé cambiar los papeles con él, y ser yo quien viajara con esas monadas en la limusina. Pero entonces pensé lo vacío que es ser Wayne, y lo terrible que es ser Batman, y no volví a envidiarlo más. Sin duda, tontearía con ellas durante todo el viaje, haciéndolas creer que iba a pasar algo, para luego dejarlas en algún lugar de la ciudad, vestirse con su macabro uniforme nocturno, y reunirse con sus chicos para repasar el trabajo. Y después, de vuelta a América, a la oscura Gotham City, y a tratar con gente tan desquiciada como Espantapájaros, Joker o Bane. No, no deseaba nada de eso para mí.
¿Y quiénes estaban esa noche en Venecia? ¿Quiénes eran el “equipo que trabaja para él”? ¿Katana? ¿Metamorpho? ¿Su viejo grupo de Outsiders, reunido de nuevo en torno a su carismática figura? ¿La nueva Batgirl? ¿Oráculo? Sí, sin duda alguno de ésos debió pasar por allí, y fue gracias a Barbara Gordon que pudo interceptar mi comunicador. Malnacido, qué suerte tiene, y qué bien trabaja...
Me centré en la tarea, y en ese momento llegaba Shiva a las habitaciones centrales de la casa, el corazón de Doomu, y fuera de mi alcance visual.
– Bienvenida, señora – dijo la típica voz formal e inexpresiva de los guardaespaldas –. Por aquí, por favor.
– ¡Shiva, querida mía! – exclamó una voz de anciano en japonés (¿tal vez el propio Mayashi?) –. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué te trae a la vieja morada de un hombre aún más viejo?
– El cariño y el respeto, gran maestro – dijo ella –. Y le recuerdo que, en lo que a mí respecta, no sois nada anciano...
Y él rió a carcajadas.
Entonces se encendió una alarma en mi cerebro. ¿Qué había querido...?
Pero no me dio tiempo. En ese preciso instante sentí algo, el silbido del viento, un tenue movimiento en la base de la rama en la que estaba apoyado, e instintivamente me giré hacia allí, con todos los nervios de punta, y mi cuerpo reaccionando por sí solo. Eso me salvó la vida. El golpe fue terrible, sin duda buscando mi muerte, y casi lo consigue. Aunque no era el producto de un puño, sino más bien un zarpazo, el ataque salvaje de una garra enorme provista de largas uñas asesinas, que buscaba mi cuello, y gracias a mi rápido giro hacia la fuente del leve sonido que me alertó, sólo encontró mi sien derecha. Pero aún así fue horroroso. Me impactó de lleno, cortando la piel y los vasos, y haciéndome sangrar a borbotones. Pero al mismo tiempo, la fuerza del golpe fue tal, que me sacó de la rama, haciéndome caer al suelo desorientado, golpeando en la hierba como un saco.
No sabía apenas dónde estaba, ni qué había ocurrido, y apenas podía ponerme en pie, pero algunas ideas sí quedaron grabadas en mi memoria: el susurro de las hojas al lanzarse sobre ellas mi atacante, cayendo en el suelo con la agilidad de un gato; un silbido suave que escapaba de sus labios, como el de un felino que se prepara para atacar; y sobre todo, el hecho de que no diera la alarma al resto de guardias de la finca. No, esto era una pelea personal, solos él y yo, y de momento me ganaba a los puntos.
Me levanté con trabajo, y miré hacia donde pensaba que estaba mi oponente, levantando los brazos y el arco para cubrirme de sus golpes. Con sólo un segundo más, habría podido sacar una flecha y defenderme, pero no me lo dio. Porque él ya no estaba donde yo creía. Me atacó desde un lateral, con fiereza, buscando sangre. Arañó mi costado izquierdo, atravesando las ropas y la piel, chocándose con las costillas y casi rompiéndolas en el acto. Y cuando me giré hacia ese lado por el dolor, abriendo inconscientemente la guardia, metió entre mis manos una sola de las suyas, y hundió sus largas garras en mi estómago, profundamente, destrozando órganos y vasos con crueldad. Me doblé, y caí al suelo, respirando con esfuerzo.
Era una herida mortal de necesidad, y yo lo sabía.
Mi vista se nubló, y la boca me sabía a sangre. Mi propia sangre. Cayó el arco de mis manos, mientras el dolor me atravesaba el abdomen como ácido que me quemara. Estaba muerto, y no pretendía luchar. Acepté mi destino con resignación.
Pero aquel extraño ser no se contentó con eso. No le bastaba herirme de muerte y dejarme agonizar sobre la hierba. No, en vez de eso, me agarró por el pelo, y me susurró al oído, también en japonés.
– Oh, no, amigo, no va a ser tan fácil. Tienes mucho que purgar...
Y entonces me desmayé.
Cuando desperté, me parecía que habría transcurrido una vida entera. ¿Estaba vivo? ¿Había muerto otra vez?
Me resultó extraño sentir algo que nunca experimenté mientras estuve al Otro Lado: dolor. Tan pronto como fui poco a poco recuperando la conciencia, me inundó un profundo dolor, una sensación horrible de tortura y agonía, intolerable, insoportable, que me recorría por entero. Ya no era sólo el abdomen, o las costillas, sino todo el cuerpo, cada centímetro de mi piel y cada porción de lo que soy,... todo ardía.
Pero logré superarlo, no era tan imposible cuando me concentraba, y fui lentamente siendo capaz de asumirlo, de llevarlo conmigo, de vivir con él.
Y abrí los ojos.
La tenue cortina de niebla que los cubría se fue evaporando, y la vista se aclaró muy despacio, como si me negara a creer lo que estaba viendo. Y mejor hubiera sido que no fuera real.
El ser que estaba frente a mí era monstruoso, bestial, y parecía orgulloso de ello. Su figura era humanoide, pero su piel era gruesa y amarillenta, plagada de enormes manchas negras, arremolinadas sobre todo en su pecho y sus manos. Se mantenía de pie junto a mi cara, pero su postura no era la propia de un homo sapiens, sino que estaba más bien agachado sobre sus rodillas, con las piernas abiertas, la espalda combada, los brazos separados del cuerpo. La típica postura de ataque de un felino. Su cuerpo era tremendamente musculoso, debía medir más de dos metros, y pesar unos ciento cincuenta kilos. No me extraña que su empuje me lanzara sin esfuerzo desde el árbol.
Pero lo más terrorífico eran su rostro y sus manos. No era un hombre, eso estaba claro, tal vez alguna vez lo fue, pero hoy sus genes se acercaban más a los de un tigre. Su rostro era dorado, surcado de largas líneas negras en su pelaje, sus ojos eran oscuros y profundos, más acostumbrados a las tinieblas y la salvaje noche, y sus manos eran monstruosas garras provistas de largas cuchillas, que aún olían a sangre. Mi sangre.
Aquél era desde luego el ser misterioso que me había atacado, y ahora, contemplándolo de cerca, entendía bien por qué estuve indefenso ante él. Por qué apenas le oí llegar ni trepar por el árbol, por qué se movía con esa velocidad fabulosa, por qué sus ataques eran mortales. Nunca tuve ninguna posibilidad ante él.
Entonces, ¿por qué seguía vivo? ¿Qué habían hecho de mí durante mi inconsciencia, y por qué no había muerto todavía?
El monstruo se giró hacia la derecha, y ante mis ojos apareció una figura, esta vez perfectamente humana. Era un diminuto japonés muy anciano, vestido con un traje de chaqueta inglés de color gris. Su porte era elegante, su espalda se mantenía muy recta ante mí, y sus movimientos eran suaves y estudiados. Tenía apenas unos escasos mechones de pelo blanco en las sienes, muy bien peinados, y su piel era oscura y brillante, sin duda bajo el efecto de muchos años de sol y cremas caras. A primera vista, no parecía más que un rico empresario japonés de edad avanzada, nada de qué preocuparse, y verlo junto a ese monstruo ofensivo daba una imagen curiosa y extraña.
Pero entonces observé los ojos del viejo. Eran pequeños y negros, crueles, sádicos, acostumbrados a provocar dolor y disfrutarlo. Tal vez sí fuera un empresario, pero de la muerte y el castigo. Y al verlo junto al felino descubrí la verdad: él era el jefe.
– Bienvenido de vuelta a la vida, señor Queen – me dijo, en un perfecto inglés americano –. Pasa usted tanto tiempo a un lado y a otro del Paraíso que van a tener que contratarle en el Cielo como cicerone.
La boca me dolía un mundo, y la lengua me sabía a sangre, pero aún encontré el aliento y la rabia suficiente para hablar con él.
– La culpa es del gatito de angora que tiene usted detrás. Le gusta jugar con sus uñitas...
El felino gruñó, deseando destriparme aún más, pero su jefe le detuvo.
– No juegue usted con fuego, se lo recomiendo. Mi amigo no habla mucho, pero es rápido y efectivo. E hizo un buen trabajo con usted. Cuando me lo entregaron, estaba al borde de la muerte, señor Queen, y tuve que llamar de urgencia a mis médicos personales para que le... remendaran un poco. Han cosido sus órganos internos y las arterias, al menos lo justo para que podamos tener esta conversación. Después, los puntos se soltarán, y usted comenzará a desangrarse de nuevo. Así que le recomiendo que aproveche el poco tiempo que le queda.
Así que era eso. La razón por la que aún soportaba el dolor, y por la que notaba mi cabeza abombada y un mareo terrorífico: la anestesia. Me habían operado de urgencia, y reparado las feas heridas que me causó este engendro. ¿Por qué? ¿Qué pretendían de mí? Tenía que saber más de ellos.
– Muy bien – le dije, entre farfulleos –, disfrutaré de la vida. Tráigame un whisky doble y la cabeza del felino. Por favor.
El monstruo empezó a ponerse nervioso. El anciano rió, burlándose.
– ¡Je, je, je! Menosprecia usted nuestro poder, señor Queen. ¿Cree de verdad que me importa lo más mínimo lo que le pase a un famoso superhéroe americano? ¿Piensa que me asustaré por las repercusiones y la publicidad sobre mi negocio, o por atraer a más amigos suyos acerca de mis asuntos? Es un estúpido. Mi nombre es Leo Mayashi, y yo soy el jefe absoluto de Doomu la mayor mafia japonesa en Europa y América. Mi poder recorre el mundo, extendiéndose por todos los mares y todos los continentes. Ningún organismo de Justicia ni nación de este planeta puede tocarme, e incluso ustedes, los coloridos vigilantes superpoderosos, no son para mí más que tontos reclamos disfrazados para una juventud decadente. Y como puede ver por el formidable compañero que tengo a mi lado, mitad hombre y mitad tigre, ni siquiera los grandes poderes de la Liga de la Justicia serán rivales para mí.
– ¡Je! – le reí en la cara, escupiendo un enorme gargajo de sangre –. Te buscas amiguitos muy feos, Mayas, ¿es un hijo bastardo de tu padre y por eso lo acoges?
Entonces fue cuando el viejo perdió la sonrisa, y los nervios, y me abofeteó con saña. No debían gustarle mucho mis bromas.
– Provoca usted a los únicos que pueden salvarle la vida, americano, y ya estoy harto de sus juegos infantiles. Quiero información. Usted me dirá cómo entró en mi casa, y enviado por quién, y yo daré orden de que finalicen su intervención y aseguren que viva. Si no, se desangrará en esta misma mesa.
Y ante esas palabras, me fijé en dónde estaba, y me horroricé. Concentrado en un principio en las dos figuras que me miraban, no me había dado cuenta de qué lugar era ése, suponiendo la típica habitación cutre en la parte posterior de un almacén, donde los malos siempre retienen a los buenos. Pero no. Esto era mucho más terrible. Estábamos en un quirófano, y yo atado sobre la mesa de operaciones. Acababan de cerrarme el abdomen, y los puntos aún estaban frescos. Un grupo de cirujanos y anestesistas japoneses me observaban inexpresivos tras sus gorros y mascarillas, apartados en un rincón. ¿Qué clase de infierno era éste? Realmente Mayashi era un demonio, que jugaba con mi vida y mis órganos como un niño con sus cochecitos. Yo estaba fuertemente atado con correajes, completamente desnudo, e impotente. Yo era sólo uno más de sus juguetes...
– ¿Quieres saber quién me manda, bastardo? ¡Tus víctimas, que piden tu piel!
– ¡Ja, ja, ja! Sí, señor Queen, muy bonito, y muy teatral, pero sigue pasando su tiempo, y se agota mi paciencia. Última oportunidad: vida o muerte. Usted elige.
Eché la cabeza hacia atrás, y me derrumbé. Nunca había estado en una situación como ésta, tan al límite, tan arriesgada. Estaba por completo en sus manos, y no podía hacer mucho. Pero, si hablaba, ¿quién me garantizaba que no me mataría igualmente?
Seguro que al pequeñajo le interesaba mucho lo que yo pudiera decirle, acerca de que Andrew Martin era un agente del Servicio Secreto Británico, y Shiva otra, y cómo las grandes potencias, incluyendo Inglaterra y los Estados Unidos, estaban al tanto de su juego de desaparición de poderosos criminales, y me habían enviado a detenerlo. Bueno, no oficialmente, pero King Faraday no había podido hacer nada para impedírmelo. Ahora le recordaba con cariño, y con pena por desoír sus advertencias.
Pero no podía ceder. Si yo hablaba, otros hombres honrados morirían, y muchos más sufrirían las consecuencias. Tal vez en este día no pudiera cobrarme la deseada venganza sobre estos animales, pero soltar la lengua sólo traería mayores problemas.
¿No me autoproclamaba héroe? Ahora era el momento de demostrarlo...
– Sabes lo que voy a elegir, Mayas... Soy un miembro de la Liga de la Justicia de América. Y los tipos que nos reunimos en la Luna no nos asustamos con gatitos...
El anciano me miró de arriba abajo, entre sorprendido e irritado, pero luego su expresión cambió, reflejando un sentimiento completamente distinto: el respeto hacia un adversario noble.
– Es usted un buen hombre, Oliver Queen – me dijo, muy serio –, metido en un mundo que no le corresponde. Y cuando tiene en sus manos la posibilidad de salvarse, sólo diciendo un nombre al que no debe nada, prefiere morir a cambio de preservar su alma. Muy noble. Enhorabuena. Sepa que yo soy de los pocos que sabré admirar su sacrificio. Catseye, termina con él.
Y el gato se lanzó sobre mí. Y perdí la conciencia.
Lo siguiente que recuerdo son destellos, retazos, luces y sombras fragmentadas, y dolor, mucho dolor. Sangre, rugidos, garras y dientes empapados, crujido de costillas rotas, la salvaje satisfacción de una bestia asesina, y un inmenso sufrimiento por mi parte. Oh, sí, se divirtió mucho conmigo, se ensañó con mis huesos y mi carne, y disfrutó haciéndolo. Podía verlo en sus monstruosos ojos felinos, en sus poderosas mandíbulas partiéndome en dos, en sus enormes fauces llenas de sangre, en sus garras inhumanas hundidas en mi abdomen, jugando, destrozando. Fue una orgía de sed de sangre y salvajismo, una fiesta de caos y pavor.
Y sólo tuvo fin con la llegada del alba, cuando unos escasos rayos de sol atravesaron la ventana, y una voz añeja y cruel le detuvo.
– ¡Ya basta, Catseye! El tiempo pasa, y tenemos mucho que hacer aún. Y el difunto señor Queen ya no es una amenaza. Deshazte de los restos y vuelve a la finca. Y vosotros, limpiad bien este quirófano, que no queden señales de nuestro paso.
Lo último que oí fueron sus zapatos dirigiéndose a la salida, y el débil clic de la puerta al cerrarse. Y mi vida se cerró con ella...
Capítulo 5: En el pozo
Solo. Oscuro.
Terriblemente solo. Terriblemente oscuro.
El mundo a mi alrededor es un mar de silencio y negrura que me golpea salvajemente. No hay nada, no existe nada, salvo la escasa conciencia que me queda de mí mismo, y el dolor.
El terrible dolor.
Me abrasa, me recorre, me calcina los huesos. Estoy muerto en vida, y condenado a la agonía más terrible del mundo. Han hecho un buen trabajo conmigo, me han masacrado, aniquilado, han jugado con mi cuerpo como si fuera un rompecabezas. Miro hacia abajo, y veo mi abdomen, destrozado, empapado en sangre propia. Me estoy desangrando. Noto cómo los vasos rotos dejan escapar ríos de sangre oscura sobre mis piernas, y mi cabeza da vueltas sin parar.
Me estoy desangrando. Me estoy desangrando.
Intento salir de aquí, de la absorbente oscuridad, pero no soy capaz. Estoy apresado. Mi cuerpo no se mueve, y eso es porque me han aprisionado aquí, encadenado sin piedad de pies y manos, unido a una vieja silla de mimbre. Miro hacia arriba, al único débil punto luminoso que hay en la estancia, y de él surge una larga pared cilíndrica que me rodea por completo, compuesta de burdos ladrillos rojizos, y que llega hasta mis pies. Estoy atrapado en un pozo.
Mi cabeza sigue dando vueltas, pero aún soy capaz de percibir algo más: el hedor. Un terrible y nauseabundo hedor a carne podrida, a corrupción, a decadencia. Estoy plantado sobre una enorme montaña de basura en putrefacción, basura orgánica, cuyos vapores consumen el poco aire respirable, asfixian mi garganta, queman los pulmones, envenenan la sangre.
Sí, han hecho un buen trabajo conmigo.
Estoy desangrándome, encadenado a una silla, en el interior de una maldita fosa séptica. Ollie, chico, pocas veces lo has tenido tan jodido...
Vuelvo a marearme, y mi conciencia se escapa como el agua de un cedazo, aun a sabiendas de que puede que nunca la recupere más. La oscuridad me invade por completo.
Es el fin.
Referencias:
(1) En Green Arrow nº 7 de Action Tales.
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